Los Juegos de Tokio son noticia por algo que va más allá de la competición: deportistas de élite que dicen “basta” para no terminar devorados por las exigencias del éxito. Al hilo de la retirada de la estrella de la gimnasia, Simone Biles, se han sucedido o rescatado de la hemeroteca testimonios de personajes, algunos archiconocidos, que parecían tenerlo todo, pero vivían consumidos por la ansiedad y la depresión. El debate no es nuevo.

El deporte deja de ser, a veces, una escuela de valores, para convertirse en reflejo de los peores vicios de las sociedades contemporáneas. El “tanto tienes, tanto vales”, tiene su correlato en el fraude del dopaje, o en el fenómeno de la violencia en las competiciones infantiles de fútbol, deporte percibido como vía de acceso a la riqueza y a la fama. Por eso es esperanzador el ‘basta ya’ de algunos deportistas de élite, pero sería ingenuo pensar que, por sí solo, el gesto conseguirá algo más que seguir alimentando la industria del espectáculo.

Haría falta más para recuperar el espíritu del lema olímpico de “más rápido, más alto, más fuerte”, concebido como noble estímulo para la superación personal, pero que, en algún momento, degeneró en crecientes exigencias imposibles de satisfacer, a cambio de promesas que, sin necesidad de que lo diga Simone Biles, sabemos que no traen la felicidad. Ni en el deporte, ni en la vida.