Con tres años de retraso, el Reino Unido ha comenzado a implantar nuevos controles aduaneros para los productos europeos de origen animal y vegetal. Se generarán pérdidas al otro lado del Canal de la Mancha, en particular entre los agricultores españoles. Todo perjuicio, sin embargo, palidece en comparación con el devastador efecto para agricultores y ganaderos británicos, para las cadenas de supermercados y, en último término, para los consumidores de las islas. Al cumplirse ocho años del referéndum del Brexit, experiencias como esta han generado cambios en muchos electores, que lamentan haber votado “sí” sin conocer realmente el alcance de las consecuencias.

No era verdad que la economía británica fuera a despegar; más bien ha sucedido lo contrario. Tampoco era cierto que el Brexit fuera a reducir la inmigración, otro de los argumentos estrella. Todo lo cual explica en gran medida la fuerte erosión sufrida por los conservadores, que elección tras elección se encaminan hacia una derrota final, todavía sin fecha, en la que con casi total seguridad cederán el poder al Laborismo. De un cambio de ciclo político en Londres no hay que esperar, sin embargo, un nuevo referéndum. Si el daño a la economía ha sido grande, más dura ha sido la brecha social y generacional creada, que exige un tiempo de reposo para que cicatricen las heridas antes de reabrir ese debate. Es la dura resaca que deja la borrachera soberanista de 2016, un sinsentido en la Europa del siglo XXI que solo sirvió para enmascarar la mediocridad y falta de propuestas de líderes populistas.