Este fin de semana hemos vuelto a ver escenas lamentables en diferentes ciudades de España, en las que grupos de jóvenes se han reunido de forma masiva y descontrolada para celebrar botellones al aire libre. Lo sucedido en Barcelona es particularmente vergonzoso por la cantidad de personas que han participado, los heridos, los detenidos y la sensación de impunidad con la que se han desarrollado los hechos, pero sería un error pensar que se trata solo de un problema de las grandes ciudades.

Sería un error pensar también que esos son todos los jóvenes españoles o que los representan, pero la gravedad de los hechos requiere que el fenómeno del botellón sea analizado como síntoma de algo que es mucho más preocupante y que tiene que ver con el horizonte vital de miles de personas que no encuentran otra forma, en sus propias palabras, de desfogarse tras haber pasado la pandemia. Más allá de que, con planteamientos como estos, se olvida que el virus aún sigue entre nosotros, los datos sobre consumo de alcohol en adolescentes son escalofriantes.

No podemos mirar para otro lado. Mientras exaltamos las causas de lo que sucede y encumbramos los modelos materialista y hedonista, nos echamos luego las manos a la cabeza cuando nos colocan delante las consecuencias habituales de ese tipo de vida. Ha de haber voluntad política y, obviamente, se debe dotar a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado para frenar este tipo de actos, pero parece claro que, junto a eso, la solución es compleja y pasa, sobre todo, por hacer un buen diagnóstico de lo que sucede y por apostar, a largo plazo, por modelos educativos centrados en la persona, en la maduración de su libertad responsable y en su deber moral de contribuir, junto a otros, al bien común.