Joe Biden esperaba conmemorar esta semana el aniversario del asesinato de George Floyd con la aprobación, por amplia mayoría, de una ley que frene el racismo en la acción policial. No ha sido posible. Los republicanos han hecho bandera ideológica de este asunto, igual que no pocos demócratas, aunque en sentido contrario. Pese a todo, hay que aplaudir que EE.UU. haya abierto con seriedad y honestidad un debate de gran trascendencia que, tarde o temprano, deberán afrontar muchos otros países.

En EE.UU. una persona negra tiene el doble de probabilidades de morir abatida por la policía, la riqueza de una familia afroamericana es apenas un 10% de la que posee una familia media blanca, y el color de la piel es uno de los mejores predictores sobre las opciones que tiene una persona de ir a la universidad. Esa es la incómoda realidad que ha decidido afrontar la sociedad norteamericana. El gran reto ahora es hacer de este asunto una causa ética que movilice mayoritaria y transversalmente a la opinión pública. No hay que aislar solo al supremacismo blanco. Ciertas corrientes identitarias plantean también serios riesgos. Como dice el flamante Princesa de Asturias Amartya Sen, absolutizar el color de la piel, o cualquier otro rasgo identitario, es un vulgar reduccionismo de la persona humana que aboca al conflicto con los demás grupos sociales.