En los años treinta del siglo pasado un dictador, Josef Stalin, condenó a muerte a 3,8 millones de ucranianos. El hambre mató a niños, jóvenes y adultos. Ucrania sufrió un genocidio calculado que tenía como fin último someter, cuando no exterminar, a una nación entera. El Papa Francisco lo ha recordado en su audiencia del pasado miércoles. Ese mismo día, el Papa firmó una Carta para Ucrania que ha sido conocida hoy.

La guerra comenzó hace nueve meses. El tiempo durante el que transcurre la gestación humana. La vida que nace de un parto es muerte en el caso de la guerra. Los ucranianos han soportado nueve meses de guerra sanguinaria y cruenta en el que el mal se hace presente, día a día, en forma de decisiones políticas y militares cuyo objetivo final es la destrucción de vidas humanas.

“Su dolor es mi dolor”, ha dicho el Papa. Y ha puesto nombre a los crímenes de guerra. Niños como Kira y Lisa, junto a otros cientos, han muerto víctimas de misiles, drones, enfermedades y desnutrición causada por la falta de electricidad o de agua. Los jóvenes han tenido que alistarse y comprometer su vocación, las familias han perdido hijos, esposas, maridos y padres. Miles de personas han abandonado sus casas y, aunque hayan recibido ayuda, es imposible reparar sus daños.

A pesar de “este mar de maldad y de horror”, subraya el Papa, Ucrania no ha caído en el desánimo ni ha buscado la compasión. Las palabras de Francisco resuenan, más incisivas todavía, después de la última masacre perpetrada. Con medio país a oscuras y sin agua, Ucrania resiste. ¿Cómo pueden los hombres, grita el Papa, tratar así a otros hombres?