La llamada crisis de los chalecos amarillos no hace más que agravarse. Este fin de semana, más de cien mil personas se han manifestado en toda Francia, con el principal foco de nuevo en París, y la policía ha intensificado la respuesta a los altercados con más de 1700 personas detenidas. Precisamente ha sido la actuación de las Fuerzas de Seguridad la que ha evitado que la capital francesa volviera a convertirse en un campo de batalla como sucedió la semana pasada. 

Lo que en un principio comenzó siendo una protesta de unos pocos organizada en las redes sociales, con el pretexto de la subida de las tasas al diésel, ha terminado por convertirse en una protesta mucho más numerosa, cuyas reivindicaciones no paran de crecer, y a la que ya no le sirve la marcha atrás dada por el presidente Macron en la cuestión de los carburantes. Era evidente que tras las algaradas había algo más. El Presidente Macron no ha estado fino en la gestión de la crisis. Ahora, contra las cuerdas, debe comprender por una parte la profundidad del hartazgo que manifiestan en las calles un buen número de franceses y la crisis de representatividad en la que se ha visto envuelto su gobierno, y por otra debe redoblar con habilidad sus esfuerzos de diálogo sin ceder ni un ápice ante los violentos. No lo tiene fácil, porque los radicales han vuelto a dejar claro que la reivindicación primera no era más que una excusa para llevar, en sus propias palabras, la ira y la cólera a las calles y tratar de sacar alguna ventaja de la desestabilización del sistema.