El papa Francisco ha visitado este domingo Mosul y Qaraqosh, epicentro hasta hace muy poco, de la violencia nihilista del Daesh, que ha utilizado la religión como pretexto. Desde allí ha lanzado al mundo el testimonio de los mártires iraquíes, de todos los cristianos de Oriente Próximo. De los que fueron fieles hasta la muerte, y de los 120.000 que en una sola noche de agosto de 2014 tuvieron que dejar sus casas de la Llanura de Nínive porque llegaban los yihadistas.

Francisco no ha actuado como un jefe político de una de las muchas milicias de la región. No ha apostado por la creación de un cantón al norte del país para que los cristianos puedan vivir en paz, como defienden algunos. Ha recordado a las “miles de personas destruidas por el terrorismo, musulmanes, cristianos y yazidíes”. Y ha pronunciado la palabra que parece imposible: perdón. Y ha ejercido, con su condena al terrorismo en nombre de la religión, como padre de todos los hombres religiosos de la región, también de los musulmanes.

Dos años después de la firma del documento del documento sobre la “Fraternidad humana”, con el imán Al Tayeb de Alzhar, se ha producido el encuentro con Alí Sistani en Nayaf. El texto de 2019 supuso un hito en las relaciones con el mundo sunní, un hito en el rechazo de la violencia en nombre de Dios. En esta ocasión le ha tocado el turno al mundo chiita, que representa un 20 por ciento de los musulmanes. Alí Sistani es otro gran líder musulmán, otro hijo de Abraham que apoya a Francisco en la condena del nihilismo destructor que instrumentaliza la religión.