El Papa recibió el viernes al Presidente de Francia, François Hollande. En unas semanas, se espera en el Vaticano a Barack Obama. Se trata de dos líderes al frente de Gobiernos con los que la Iglesia mantiene serias desavenencias. Como botón de muestra, el Papa ha enviado mensajes de apoyo a dos grandes concentraciones, en París y en Washington, en defensa del derecho a la vida. Más allá de temas de familia o bioética, tanto Hollande como Obama han visto cómo la Iglesia les ha sacado los colores por sus flagrantes contradicciones en materias sociales o de inmigración. Pero eso no impide una colaboración estrecha y constructiva en multitud de áreas. Ambos líderes reconocen en el Papa a una autoridad moral mundial. En la guerra de Siria o en los lugares más pobres de África, la Santa Sede es un actor de referencia en la lucha por la paz, la justa distribución de los bienes y la dignidad de la persona. E incluso sin necesidad de irse tan lejos, tanto Obama como Hollande saben que aunque los católicos puedan resultar a menudo una presencia incómoda para el poder, la Iglesia es también un socio fiable, dispuesto siempre al diálogo y a trabajar por el bien común sin esperar nada a cambio. Por lo demás, los católicos son la comunidad religiosa más numerosa tanto en Francia como en EE.UU. Y en una democracia, el diálogo entre los Gobiernos y las confesiones presentes en la sociedad es parte de la más absoluta normalidad. Lo anormal, por el contrario, es la pretensión de obligar a los creyentes a dejar de lado su fe para participar en la vida pública.