Trinidad: la oscuridad de Dios presente en la cruz

La fe en la Trinidad se basa en la revelación de Dios mismo en la economía de la salvación

La Trinidad

Redacción Religión

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Roberto Esteban Duque  

La fe en la Trinidad se basa en la revelación de Dios mismo en la economía de la salvación. No tenemos acceso a la Trinidad fuera de lo que Dios nos reveló al enviar a su propio Hijo: “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3,16) y darnos su Espíritu Santo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado” (Rm 5,5).

Si Dios ha hablado a la humanidad, la meditación implica algo más que atender a las aspiraciones y las “luces” de nuestra naturaleza. Significa escuchar la palabra de Dios que nos llega como “gracia”, como un “nuevo” don que se distingue del “primer” don de nuestra naturaleza creatural. Es una palabra libre dirigida a nuestra libertad personal. La palabra de Dios exige una respuesta; espera una respuesta. Es la entrega de Dios a la criatura lo que hace posible y engendra la entrega correspondiente de la criatura. Es Dios quien se revela y se entrega a nosotros, y al hacerlo, nos permite entregarnos recíprocamente.

Hans Urs von Balthasar, con el objetivo de arrojar luz sobre la Trinidad como fundamento divino interno de la oración cristiana, desarrolló una comprensión del Dios cristiano como un intercambio infinito y eterno de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.

La manera en que el Padre es Dios es una pura autocomunicación iniciática. Sin embargo, esta autocomunicación perfecta e ilimitada no es unidireccional, sino la fuente eterna generadora de un diálogo divino. Pues lo que el Padre genera mediante su autocomunicación es precisamente la respuesta igualmente ilimitada que es el Hijo divino. De hecho, el diálogo eterno entre el Padre y el Hijo es inconcebiblemente perfecto, de modo que este intercambio inmutable produce el Espíritu Santo de la comunión divina. 

Por lo tanto, no tenemos que idear por nosotros mismos una respuesta adecuada a la llamada amorosa de Dios, ya que el prototipo de nuestra respuesta se hace visible y audible en toda la existencia del Verbo encarnado. El Espíritu Santo, a su vez, nos capacita para comprender y apropiarnos de la Palabra de Dios en Cristo.

Por otro lado, los cristianos son, en Cristo y en el Espíritu, uno, aun cuando esta realidad esté oculta por nuestra pecaminosidad y nuestros fracasos en la comunión. Y puesto que la comunión que buscan los cristianos está arraigada en el Espíritu que anima el cuerpo de Cristo, es una unidad que refleja la comunión divina. Cristo mismo ora «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22).

La Trinidad debe concebirse como una comunión, si bien debemos recordar que siempre hablamos analógicamente. Existe una relación entre la noción de comunión tal como la experimentamos y la comunión que Dios es, pero nuestras mentes siempre buscan la comunión que Dios es. El tipo de relación analógica involucrada aquí es una en la que la vida trinitaria es verdadera comunión, y toda comunión en este mundo es solo una imitación de esa comunión divina.

Dios ha constituido a las criaturas como criaturas amorosas y deseosas, como criaturas que buscan la comunión con Dios y entre sí. La comunión que deseamos se encuentra en Dios, y el modelo para esa comunión es la vida divina. El proprium de la vida cristiana es el amor expresado en el dogma trinitario. El amor es un acto de ir más allá de uno mismo

Dice Tomás de Aquino al comienzo de su Summa theologiae: “por la revelación de la gracia no sabemos qué es Dios; y así es como por gracia nos unimos a Dios como a uno desconocido para nosotros”. Aunque lo que en esta vida nos une mejor a Dios es la gracia, aun así, incluso por la gracia, nos hacemos uno con Dios como un ser cuya naturaleza es omnino ignota, “completamente desconocida” para nosotros.

Lo que Tomás quiere decir es que la fe no disipa la oscuridad de Dios, pues, al contrario, en la fe uno se adentra más profundamente en esa oscuridad, no escapando de ella, no disipándola, sino intensificándola. Según el Aquinate, es por la fe que conocemos la Trinidad, de la cual nunca podremos saber por la razón, aunque por ella sepamos que Dios es uno.

El existencialista católico Gabriel Marcel manifestó que nunca se debe confundir un misterio con un problema. Un problema pide una solución, y si eres lo suficientemente inteligente o investigas obtendrás la solución. Pero los misterios no ceden ante la investigación, el argumento o la prueba. Los misterios nunca se pueden resolver. De hecho, cuanto más te adentras en un misterio, más profundo se vuelve el misterio.

Sin embargo, si no puedes pensar en tu manera de salir de un misterio, puedes orar para entrar en uno. En realidad, la oración es la única forma de entrar en un misterio. Ante un verdadero misterio, la mente solo puede ceder. No puedes descifrarlo, solo puedes rendirte a él, y la mente se aturde; te inclinas ante él y dices, humildemente: “Amén”.

Cuando Tomás escribe sobre la oración en general, como lo hace en la segunda parte de la Summa, se refiere a agradecer, alabar, contemplar, pedirle a Dios, expresar ante Dios nuestro arrepentimiento. A diferencia de nuestro uso moderno, y en una tradición más antigua derivada de los Padres de la Iglesia, cuando Tomás piensa en la oración, tiene en mente esa práctica mucho más restringida, como la llamamos, la oración "de petición", es decir, la práctica de pedir a Dios lo que deseamos.

Y esta no es solo su palabra principal. Da por sentado que pedir a Dios es nuestra principal práctica de conversación con Él. No es que Dios desconozca nuestras necesidades, somos más bien nosotros quienes, en la oración, necesitamos presentar nuestros deseos y anhelos ante Dios con honestidad y veracidad, tal como los experimentamos, sean cuales sean, para que, mediante esa oración, nuestro Padre celestial pueda interpretarnos nuestras necesidades.

Dice Santo Tomás: Oratio est quodammodo interpretativa voluntatis humanae, es decir, “La oración es en cierto modo una interpretación de lo que queremos los seres humanos”. Por eso, aunque Dios no necesita nuestras oraciones, nosotros sí: porque no siempre sabemos lo que queremos, nuestros deseos son complicados, plicata, arrugados, plegados unos sobre otros, de modo que no reconocemos lo que realmente son y por esa razón no podemos poseerlos. Por lo tanto, tenemos que desplegarlos, “explicarlos”, de la única manera posible para nosotros, tal como estamos, es decir, confundidos y aturdidos incluso en cuanto a qué deseo estamos expresando.

Como no sabemos lo que realmente queremos, solo podemos presentar nuestros deseos ante Dios tal como los experimentamos para que Él pueda leerlos de nuevo en nosotros, ut eas implatat , explica Tomás, es decir, para que nuestro Padre celestial nos lea nuestros deseos más sinceros y los cumpla. Porque de ninguna manera lo que creemos querer y lo que realmente queremos son siempre lo mismo.

San Agustín lo refiere así: “Cristo, cargando con el peso de su humanidad, demuestra tener una voluntad humana propia; y en consonancia con esa voluntad humana, ora: ‘Aparta de mí este cáliz’. Pero, como deseaba ser un hombre justo y volver a Dios, añade: ‘No como yo lo deseo, sino como tú’, lo cual es como decirnos: Mírate en mí, y verás que es perfectamente aceptable orar por lo que deseas, aunque Dios desee otra cosa”.

Cuando los cristianos invocan la Trinidad en sus vidas, oran “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, y al hacerlo hacen la señal de la cruz. Esto significa que somos arrastrados, incluso por la razón, a lo desconocido de Dios; que la oscuridad de Dios se profundiza con la demostración de su existencia, la cual, lejos de poner a Dios al alcance de la razón, muestra que, en sus más altas facultades racionales, los seres humanos son atraídos aún más profundamente hacia la oscuridad divina; y que por la revelación del misterio de la divinidad, son atraídos hacia el ser trinitario mismo, y así hacia cierta participación en cómo Dios se conoce y se ama a sí mismo, pero atraídos hacia un misterio que nos sobrepasa.

Cuando los cristianos desean leer la Trinidad en sus vidas, o mejor aún, cuando desean que sus vidas sean leídas dentro y por la vida trinitaria, allí entran verdaderamente, con todo conocimiento y deseo, en la oscuridad de Dios, proyectada en nuestra tierra humana, ante su mirada. Entonces hacen la señal de la cruz. Entonces entran en la verdadera oscuridad de Dios, la propia oscuridad de Dios en la persona del Hijo crucificado.

La oscuridad de Dios es ahora la Trinidad venida entre nosotros. Si, como dijo Tomás, el misterio de la vida interior de la Divinidad solo tiene una manera de manifestarse entre nosotros, a saber, “en sus efectos” en la historia y el tiempo, entonces, por tal razón, la vida trinitaria nos es conocida en y a través de la agonía del Verbo encarnado. Por eso se nos ha enseñado a hacer la señal de la cruz cuando invocamos a la Trinidad en oración. La Trinidad y la cruz se proyectan una sobre la otra: hay que leer a través de una para leer la otra. “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”, dice el centurión romano, al comprenderlo: sin duda, el misterio de la Divinidad se nos hace presente, por fin, en la cruz.

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