Lee aquí la quinta meditación de Cuaresma de Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia

Cantalamessa ha deseado a todos una "Santa Pascua de paz y de esperanza" en la última predicación de esta Cuaresma

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«En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Venerados Padres, hermanos y hermanas, estas son algunas de las últimas palabras que Jesús dirige a sus discípulos antes de despedirse de ellos. No son los habituales “¡Ánimo!” dirigido a los que se quedan, por uno que está a punto de partir. De hecho, añade: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18).

¿Qué significa “volveré a vosotros” si está a punto de dejarlos? ¿Cómo y en qué capacidad vendrá y se quedará con ellos? Si no se comprende la respuesta a esta pregunta, nunca se comprenderá la verdadera naturaleza de la Iglesia. La respuesta está presente, como una especie de tema recurrente, en los discursos de despedida del Evangelio de Juan y es bueno escuchar de una vez los versículos en los que el tema se convierte en la nota dominante. Hagámoslo con la atención y la conmoción con que los hijos escuchan la disposición del padre respecto al bien más preciado que está a punto de dejarles:

Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros (14, 16-17).

El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho (14, 26).

Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (15, 26).

Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré (16, 7).

Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará (16, 12-14).

Pero, ¿qué es y quién es el Espíritu Santo que promete? ¿Es él mismo, Jesús, u otro? Si es él mismo, porque dice en tercera persona: “cuando venga el Paráclito…”; si es otro, ¿por qué dice en primera persona: “volveré a vosotros”? Tocamos el misterio de la relación entre el Resucitado y su Espíritu. Relación tan estrecha y misteriosa que San Pablo a veces parece identificarlos. En efecto, escribe: «El Señor es el Espíritu», pero luego añade sin interrupción: «y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Cor 3, 17). Si es el Espíritu del Señor, no puede ser, pura y simplemente, el Señor.

La respuesta de la Escritura es que el Espíritu Santo, con la redención, se ha convertido en “el Espíritu de Cristo”; es el modo en que el Resucitado obra ahora en la Iglesia y en el mundo, habiendo sido «constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos» (Rom 1, 4). Por eso puede decir a los discípulos: “Es bueno que me vaya”, y añadir: “pero no os dejaré huérfanos”.

Debemos liberarnos por completo de una visión de la Iglesia formada gradualmente que se ha vuelto dominante en la conciencia de muchos creyentes. La llamo visión deísta o cartesiana, por la afinidad que tiene con la visión del mundo del deísmo cartesiano. ¿Cómo era concebida la relación entre Dios y el mundo en esta visión? Más o menos así: Dios primero crea el mundo y luego se retira, dejándolo desarrollarse con las leyes que le ha dado; como un reloj al que se le ha dado suficiente cuerda para funcionar indefinidamente por sí mismo. Cualquier nueva intervención de Dios perturbaría este orden, por lo que los milagros se consideran inadmisibles. Dios, al crear el mundo, actuaría como quien le da una palmadita a un globo ligero y lo empuja por el aire, quedándose en el suelo.

¿Qué significa esta visión cuando se aplica a la Iglesia? Que Cristo fundó la Iglesia, la dotó de todas las estructuras jerárquicas y sacramentales para su funcionamiento, y luego la dejó, retirándose a su cielo en el momento de la Ascensión. Como alguien que empuja un pequeño bote hacia el mar y luego se aleja de la orilla.

¡Pero no es así! Jesús ha subido a la barca y está dentro. Hay que tomar en serio sus últimas palabras en Mateo: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Con cada nueva tempestad, incluida las que estamos viviendo, repite lo que dijo a los apóstoles en el episodio de la tempestad calmada: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8, 26). Acaso ¿no estoy yo aquí con vosotros? ¿Puedo hundirme yo? ¿Puede el que creó el mar hundirse en el mar?

Observé con alegría que en el Anuario Pontificio, bajo el nombre del Papa, sólo figura el título de “Obispo de Roma”; todos los demás títulos —Vicario de Jesucristo, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, etc.— se enumeran como “títulos históricos” en la página siguiente. Me parece correcto, especialmente en lo que se refiere al “Vicario de Jesucristo”. Vicario es alguien que toma el lugar del jefe en su ausencia, pero Jesucristo nunca se ausentó y nunca se ausentará de su Iglesia. Con su muerte y resurrección se convirtió en «cabeza del cuerpo: de la Iglesia» (Col 1, 18) y seguirá siéndolo hasta el fin del mundo. El es el verdadero y único Señor de la Iglesia.

La suya no es una presencia moral e intencional por así decirlo, no es un señorío por delegación. Cuando no podemos estar presentes personalmente en algún evento, solemos decir: “¡Estaré presente espiritualmente!”, lo cual no es de mucho consuelo y ayuda para quienes nos han invitado. Cuando decimos de Jesús que está “espiritualmente” presente, esta presencia espiritual no es una forma menos fuerte que la física, sino infinitamente más real y eficaz. Es la presencia del resucitado que actúa en el poder del Espíritu, en todo tiempo y lugar, y que actúa dentro de nosotros.

Si en la situación actual de creciente crisis energética se descubriera la existencia de una nueva fuente de energía inagotable; si finalmente descubriéramos cómo usar la energía solar a voluntad y sin efectos negativos, ¡qué alivio sería para toda la humanidad! Pues bien, la Iglesia tiene, en su campo, una fuente de energía inagotable similar: el “poder de lo alto” que es el Espíritu Santo. Jesús podría decir de él: «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16, 24).

* * *

Hay un momento en la historia de la salvación que recuerda de cerca las palabras de Jesús en la última cena. Es el oráculo del profeta Hageo. Dice:

El año segundo del rey Darío, el día veintiuno del mes séptimo, llegó la palabra del Señor por medio del profeta Ageo: «Di a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, a Josué, hijo de Josadac, sumo sacerdote, y al resto de la gente: ¿Quién de entre vosotros queda de los que vieron este templo en su primitivo esplendor? Y el que veis ahora, ¿no os parece que no vale nada? Ánimo, pues, Zorobabel —oráculo del Señor—; ánimo también tú, Josué, hijo de Josadac, sumo sacerdote. ¡Ánimo gentes todas! —oráculo del Señor—. ¡Adelante, que estoy con vosotros! —oráculo del Señor del universo—. Ahí está mi palabra, la que os di al sacaros de Egipto; y mi espíritu está en medio de vosotros. ¡No temáis! (Ag 2, 1-5).

Es uno de los poquísimos textos del Antiguo Testamento que se puede fechar con precisión: es el 17 de octubre del año 520 a.C. ¿No nos parece que las palabras de Hageo describen la situación actual de la Iglesia católica, y en muchos aspectos de toda la cristiandad? Los que tenemos bastante edad recordamos con nostalgia los tiempos, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando las iglesias se llenaban los domingos, se celebraban bodas y bautizos en la parroquia, los seminarios y los noviciados religiosos abundaban en vocaciones… “Y, ¿qué es lo que veis ahora?”, podríamos decir con Hageo. No vale la pena perder el tiempo repitiendo la lista de los males presentes, de lo que a algunos les parecen solo ruinas, no diferentes a las ruinas de la antigua Roma que tenemos alrededor de nosotros en esta ciudad.

No todo lo que una vez brillaba y que lamentamos era oro. Si todo hubiera sido oro puro, si esos seminarios repletos hubieran sido fraguas de santos pastores y la formación tradicional impartida en ellos sólida y verdadera, no tendríamos que llorar tantos escándalos hoy… Pero esto no es lo que necesitamos para hablar aquí, y ciertamente no soy yo el más calificado para hacerlo. Lo que estoy ansioso por recoger es la exhortación que el profeta dirigió al pueblo de Israel ese día. No los exhortó a compadecerse de sí mismos, a resignarse y prepararse para lo peor. No; en contra dice como Jesús: “¡Ánimo y a la obra que yo estoy con vosotros; mi Espíritu estará con vosotros!”.

* * *

Pero ojo: no se trata de un vago y estéril “¡Ánimo!”. El profeta dijo anteriormente cuál es “el trabajo” que tienen que hacer. Y como nos concierne de cerca, escuchemos también el oráculo anterior de Hageo al pueblo y a sus líderes:

«Esto dice el Señor del universo: Este pueblo anda diciendo: “No es momento de ponerse a construir la casa del Señor”». La palabra del Señor vino por medio del profeta Ageo: «¿Y es momento de vivir en casas lujosas mientras que el templo es una ruina? Ahora pues, esto dice el Señor del universo: Pensad bien en vuestra situación. Sembrasteis mucho y recogisteis poco; coméis y no os llenáis; bebéis y seguís con sed; os vestís y no entráis en calor; el trabajador guarda su salario en saco roto. […] Subid al monte, traed madera, construid el templo. Me complaceré en él y seré glorificado, dice el Señor» (Ag 1, 2-8).

La palabra de Dios, una vez pronunciada, vuelve a ser activa y actual cada vez que se vuelve a proclamar. No es una simple cita bíblica. Ahora somos nosotros “este pueblo” al que se dirige la palabra de Dios. ¿Qué son para nosotros hoy las “casas bien artesonadas ” (algunas traducciones dicen: “bien amuebladas”) en las que estamos tentados a permanecer tranquilos? Veo tres casas concéntricas, una dentro de la otra, de las que tenemos que salir para subir al monte y reconstruir la casa de Dios.

La primera casa, bien cubierta, cuidada y amueblada, es mi yo: mi comodidad, mi gloria, mi posición en la sociedad o en la Iglesia. Es el muro más difícil de derribar, el mejor tapado. Es tan fácil confundir mi honor con el honor de Dios y de la Iglesia, el apego a mis ideas con el apego a la pura y simple verdad. El hablante en este momento no se cree una excepción. Nos quedamos dentro de este caparazón nuestro como el gusano de seda en su estuche: todo alrededor es seda, pero si el gusano no rompe el caparazón, seguirá siendo una larva y nunca se convertirá en una mariposa voladora.

Pero dejemos este tema de lado, teniendo tantas oportunidades de tratarlo. La segunda casa bien cubierta de donde salir para trabajar en la “casa del Señor” es mi parroquia, mi orden religiosa, movimiento o asociación eclesial, mi Iglesia local, mi diócesis… No debemos equivocarnos. ¡Ay de nosotros si no tuviéramos amor y apego a estas realidades particulares en las que el Señor nos ha puesto y de las que tal vez somos responsables! El mal es absolutizarlas, no ver nada fuera de ellas, no interesarse sino de ellas, criticar y despreciar a quien no las comparte. En definitiva, perder de vista la catolicidad de la Iglesia. Olvidando, como dice a menudo el Santo Padre, que “el todo es mayor que la parte”. Somos un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, y en el cuerpo, dice Pablo, «si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Cor 12, 26). El sínodo debe servir también para esto: para hacernos conscientes y partícipes de los problemas y alegrías de toda la Iglesia católica.

Pero vayamos a la tercera casa bien cubierta. Salir de ella se hace más difícil por el hecho de que se nos ha enseñado durante siglos que salir de ella sería un pecado y una traición. Hace poco leía, con motivo de la semana de oración por la unidad de los cristianos, el testimonio de una mujer católica de un país de religión mixta. De joven, el párroco enseñaba que solo entrar físicamente en una iglesia protestante era pecado mortal. Y supongo que lo mismo se decía, del otro lado de la reja, sobre entrar en una iglesia católica.

Hablo, por supuesto, de la casa bien cubierta que es la particular denominación cristiana a la que pertenecemos, y lo hago en el recuerdo aún fresco del acontecimiento extraordinario y profético del encuentro ecuménico en Sudán del Sur el pasado mes de febrero. Todos estamos convencidos de que parte de la debilidad de nuestra evangelización y acción en el mundo se debe a la división y lucha recíproca entre los cristianos. Ocurre lo que Dios decía por Hageo:

Esperabais mucho y sacasteis poco; lo que llevasteis a casa yo lo dispersé. ¿Por qué? — oráculo del Señor del universo —. Porque mi casa es una ruina, mientras que cada uno de vosotros disfruta de su propia casa (Ag 1, 9).

Jesús le dijo a Pedro: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Él no dijo: “Edificaré mis Iglesias”. Debe haber entonces un sentido en el que lo que Jesús llama “mi Iglesia” abarque a todos los creyentes en él y a todos los bautizados. El Apóstol Pablo tiene una fórmula que podría cumplir esta tarea de abrazar a todos los que creen en Cristo. En el comienzo de la Primera Carta a los Corintios extiende su saludo a: «todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro» (1 Cor 1, 2).

Por supuesto, no podemos estar satisfechos con esta unidad tan vasta pero tan vaga. Y esto justifica el compromiso y la discusión, incluso doctrinal, entre las Iglesias. Pero tampoco podemos despreciar y desatender esta unidad básica que consiste en invocar al mismo Señor Jesucristo. Quien cree en el Hijo de Dios, también cree en el Padre y en el Espíritu Santo. Es muy cierto lo que se ha repetido en varias ocasiones: “Es más importante lo que nos une que lo que nos divide”.

En los casos en que no podemos dejar de desaprobar el uso que se hace del nombre de Jesús y la forma en que se proclama el Evangelio, puede ayudarnos a superar el rechazo lo que San Pablo dijo de algunos que en su tiempo anunciaban el Evangelio «por envidia y rivalidad». «¿Qué más da? —escribe a los filipenses— «al fin y al cabo, de la manera que sea, con hipocresía o con sinceridad, se anuncia a Cristo, y yo me alegro» (Flp 1, 15-18). Sin olvidar que también Cristianos de otras confesiones ven en nosotros católicos cosas que no pueden compartir.

El oráculo de Hageo sobre el templo reconstruido termina con una promesa radiante: «Mayor será la gloria de este segundo templo que la del primero, dice el Señor del universo. Y derramaré paz y prosperidad en este lugar» (Ag 2, 9). No nos atrevemos a decir que esta profecía se cumplirá también para nosotros y que la casa de Dios que es la Iglesia del futuro será más gloriosa que la del pasado que ahora lamentamos; sin embargo, podemos esperarlo y pedírselo a Dios con espíritu de humildad y arrepentimiento.

No faltan signos alentadores: uno de los más evidentes es precisamente la búsqueda de la unidad entre los cristianos. En una entrevista con un periodista católico, en su viaje de regreso de Sudán del Sur, el arzobispo Justin Welby dijo: «Cuando vemos trabajar juntas a Iglesias que en el pasado fueron enemigas declaradas, se atacaban y quemaban sacerdotes la una de la otra, condenándose unos a otros en los términos más violentos: cuando esto sucede significa que algo espiritual está pasando. Hay una liberación del Espíritu de Dios que da una gran esperanza» [1].

* * *

La profecía de Hageo que les he comentado, Venerados Padres, hermanos y hermanas, está ligada a un recuerdo personal y pido disculpas si me atrevo a hablar de ello nuevamente aquí, después que algunos tal vez ya lo conocen. Lo hago con la certeza de que la palabra profética desata su carga de confianza y esperanza cada vez que es proclamada y escuchada con fe.

El día que mi Superior General me permitió dejar la docencia en la Universidad Católica, para dedicarme a tiempo lleno a la predicación, en la Liturgia de las Horas estaba la profecía de Ageo que he comentado. Después de recitar el Oficio, vine aquí a San Pedro. Quería pedirle al Apóstol de bendecir a mi nuevo ministerio. En un momento, mientras estaba en la plaza, esa palabra de Dios volvió con fuerza a mi mente. Me volví hacia la ventana del Papa en el Palacio Apostólico y comencé a proclamar en voz alta: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo, cardenales, obispos y todo el pueblo de la Iglesia: y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor”. Fue fácil de hacerlo porque estaba lloviendo y no había nadie alrededor.

Sólo que unos meses después, en 1980, fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y me encontré en presencia del Papa para comenzar mi primera Cuaresma. Esa palabra volvió a resonar dentro de mí, no como una cita y un recuerdo, sino como una palabra viva para ese momento. Conté lo que había hecho ese día de Octubre en la Plaza de San Pedro. Luego me volví hacia el Papa que en aquel tiempo seguía el sermón desde una capilla lateral, y repetí con fuerza las palabras de Ageo: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo cardenales, obispos y pueblo de Dios: y a la obra porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. Mi Espíritu estará con vosotros”. Y por las miradas me parecía que las palabras daban lo que prometían: es decir, coraje (¡aunque Juan Pablo II fuera la última persona en el mundo a la que se le debía recomendar de tener coraje!).

Hoy me atrevo a proclamar nuevamente esa palabra, sabiendo que no es una simple cita, sino una palabra siempre viva que vuelve a cumplir cada vez lo que promete. ¡Ánimo, pues, Papa Francisco! Ánimo, colegas cardenales, obispos, sacerdotes y fieles de la Iglesia católica y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. ¡Mi Espíritu estará vosotros!”

Les deseo a todos una Santa Pascua de paz y de esperanza.

[1] En “The Tablet”, 11 de Febrero de 2023, p. 6.

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