Elogio póstumo a Benedicto XVI, por su secretario Georg Gänswein: “Como un rayo caído del cielo”

El secretario personal de Ratzinger ha repasado algunos momentos de su vida, como el día en que llegó a ser Papa, cómo le marcaron sus viajes o cómo renunció por decisión propia

Georg Gänswein / BIld

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En una de las últimas conversaciones que el muniqués Peter Seewald pudo mantener con Benedicto XVI le preguntó: “Entonces ¿qué es usted: el fin de algo antiguo o el principio de algo nuevo?”. La respuesta del papa fue corta y clara: “Las dos cosas”.

Seguro que no se puede definir el pontificado de Benedicto XVI de modo más conciso. Era un “occidental total” que representaba la riqueza de la Tradición católica como ningún otro. Pero, al mismo tiempo, al quitarse por libre decisión el anillo del Pescador, manteniendo su nombre de papa emérito, abrió la puerta de una nueva etapa de la historia de la Iglesia de un modo absolutamente atrevido.

Nunca se había dado un paso así. Por eso, no es de extrañar que algunos lo hayan considerado un revolucionario, mientras otros piensen que, de ese modo, desmitologizó el papado o que lo convirtió en algo simplemente más humano.

Fue el lúcido cardenal Sodano quien el 11 de febrero de 2013, el día de la renuncia, declaró que la noticia había sido un golpe como el de “un rayo caído del cielo”. Efectivamente, aquella misma tarde iba a caer un rayo kilométrico en el vértice de la cúpula de San Pedro, sobre la tumba del Príncipe de los Apóstoles. Ciertamente, ningún cambio de época ha sido acompañado de un modo tan dramático desde el cosmos.

Benedicto y “la guillotina” de la decisión

El nombre que adoptó el nuevo papa después de su elección en 2005 era ya todo un programa: Joseph Ratzinger conectaba con san Benito de Nursia, el padre de los monjes y padre de Europa; y con Benedicto XV (1914-1922), que había intentado sin éxito evitar la primera Guerra mundial.

Puedo dar un testimonio cercanísimo de cómo el Papa hizo suyas las palabras de san Benito, según las cuales no hay que “anteponer nada al amor a Cristo”.

En la capilla Sixtina fui testigo de cómo se echó a temblar cuando veía que “la guillotina” de la decisión le iba a caer encima, según las palabras del mismo Benedicto. El comienzo de su pontificado tuvo el apoyo de una gran ola de acuerdo y simpatía. El viaje a Colonia para la Jornada Mundial de la Juventud de 2005 y la publicación de la primera encíclica “Deus caritas est” (Dios es amor) fueron puntos de referencia particularmente luminosos.

De entres sus viajes me resulta especialmente inolvidable su encuentro con las víctimas de abusos en Malta, en 2010. El Papa escuchó en silencio y consoló los corazones doloridos de los afectados. Más que las palabras, resultaron eficaces su presencia y las lágrimas que fue incapaz de contener. La vergüenza por lo acontecido fortaleció la voluntad del Santo Padre de hacer todo lo posible para que tales casos no vuelvan a repetirse.

Se han hecho famosas sus palabras sobre cómo el ataque a la Iglesia viene hoy desde su propio interior. Desgraciadamente ¡cuánta razón tenía!

La muerte en accidente de Manuela Camagnis, una de las hermanas Memores que formaba parte de la “familia papal”, convirtió el 2010 en un “aΖo negro” para el Papa.

Frente a este golpe del destino, los agitaciones mediáticas de aquellos aΖos no es que no fueran nada, pero no llegaban al corazón del Papa tanto como la muerte de Manuela, arrancada de entre nosotros de un modo tan absolutamente repentino. Benedicto no era ni alguien que hiciera teatro con la figura del papa, ni, menos aún, una máquina automática papal. Él había sido siempre un gran ser humano, y siguió siéndolo en la cátedra de Pedro.

La traición de Paolo Gabrieles le afectó también bastante a Benedicto, pues también él era un miembro de la “familia papal”. Pero Benedicto no renunció por causa de su pobre secretario de cámara, mal aconsejado, como tampoco a causa de la crisis “Vatileaks” de 2012. Este escándalo era demasiado pequeño para tal cosa y el bien pensado paso del milenio de Benedicto XVI era de tanta mayor envergadura. Gracias ese acto de extraordinario valor de decisión renovó el oficio papal y lo potenció con nueva fuerza. Estoy seguro de que la historia lo demostrará.

¿Cómo lo pasó Benedicto XVI en aquellos momentos decisivos? Mis pensamientos vuelven a su última audiencia general, el 27 de febrero de 2013, cuando se marchaba bajo un inolvidable cielo limpio y azul:

“Hubo pasos en el camino de la Iglesia que conocieron momentos de gozo y de luz, pero también momentos que no fueron fáciles. Me he sentido como Pedro con los apóstoles en la barca, en el lago de Genesaret: El Señor nos ha regalado muchos días de sol y suave brisa, días en los que la pesca fue abundante; y hubo momentos en los que las aguas estaban revueltas y teníamos viento contrario, mientras que, como en toda la historia de la Iglesia, el Señor parecía dormir. Pero siempre he sabido que el Señor estaba en la barca; y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no nos pertenece a nosotros, no me pertenece a mí, sino a él. Es él quien la conduce, ciertamente también por medio de los hombres que él ha elegido, pues así lo ha querido. Esta ha sido y es una certeza que no puede ser oscurecida por nada”.

Debo confesar que estas palabras pueden todavía hoy hacer que me salten las lágrimas.

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