Un misionero de 70 años en el país más joven del mundo

Michael Bossano es sacerdote y misionero en Sudán del Sur. Se dedica a los más necesitados y a los desplazados. Es una especie de “pegamento espiritual” 

Tiempo de lectura: 2’

Las de los misioneros son historias que tienen denominadores comunes que pueden hacer que sean parecidas. Renuncia, abandono, valentía o entrega a los demás. Sin embargo, cada una es única, porque la llamada a la misión y la vocación surgen de forma diferente en cada misionero. Como ejemplo, este caso, el de el sacerdote que cambió la Gran Manzana por la misión en Sudan del Sur.

Michael Bossano es ese sacerdote. Es estadounidense, de Nueva York. Su labor pastoral se desarrollaba entre grandes edificios y mucha gente. “Se desarrollaba”, porque hoy, a sus 70 años, está en Malakal, en Sudán del Sur, probablemente el país más joven del mundo.

El primer paso de un “viaje de viajes”

Ese paso, que es más un “salto de vida”, comenzó a darlo en suelo neoyorquino. Siempre escuchaba con atención y mucha curiosidad las historias de los misioneros. De la escucha pasó a la acción, porque se dio cuenta de algo: “Cuando escuchaba a los misioneros irse al extranjero y dar sus vidas al servicio de los demás, pensaba que eso era lo que yo quería hacer”.

Con esa reflexión, que recoge la agencia AMECEA News, partió de misión. No obstante, el suyo no es simplemente un cambio de destino. Antes de Sudán del Sur, hizo un “viaje de viajes”. Su recorrido misionero, el que él quería hacer, le llevó a Chile y a Tailandia antes de aterrizar en el África oriental.

"Antes de África, se fue a Chile y a Tailandia"

Allí, se entregó primero en Tanzania, trabajando en un refugio para las personas sin hogar. Fue durante esa etapa cuando conoció la situación de Sudán del Sur. Se unió a una organización llamada “Solidaridad con Sudán del Sur”. Se trataba de un grupo de organizaciones religiosas católicas que estaban buscando voluntarios para trabajar en el país.

Proyectiles de mortero, balas y “pegamento espiritual”

Ahora, cuando abre los ojos no ve grandes edificios, carteles publicitarios o grandes riadas de gente. Ve miles y miles de personas, desplazados a los que ampara junto a otros voluntarios y las Naciones Unidas. Y cuando termina la jornada, vuelve a su hogar, que es como llama al centro con el que convive con cientos de trabajadores humanitarios.

Cuando llegó, en 2013 “había alrededor de 300.000 personas aquí, y era una ciudad vibrante con personas que iban a todos lados a sus propios asuntos”. Esa situación no iba a durar mucho. Solo fue cuestión de meses. En la Navidad del mismo año, estallaron varios conflictos en Malakal, que también es la segunda ciudad más grande del país. 

"Hay tanta vida en medio de las personas que no tienen nada..."

Los combates llegaron hasta su misma puerta. Morteros y balas caían sobre el que era su nuevo hogar. En esa situación, él recuerda cómo se escondió en el baño del centro con tres hermanas. Allí estuvo durante dos semanas, hasta que los pudieron evacuar. “Esa fue probablemente la primera vez que pensé que podríamos morir aquí”, cuenta.

Proyectiles, pocas certezas de supervivencia, guerra y necesidad. A pesar de todo eso, decidió seguir allí. Durante los tres siguientes años han habido más conflictos, y ahí ha estado Michael. Se ha convertido en una cara conocida del lugar.

El personal humanitario le tiene una estima particular. Han visto uno de sus talentos. Este sacerdote neoyorquino es todo un embajador de paz, que consigue que la gente se entiende más allá de la religión. Una especie de “pegamento espiritual”. Después de haber estado temiendo por la suya, su mensaje es: “Hay tanta vida en medio de las personas que no tienen nada. Estaré aquí hasta que puedan volver a casa”.

Relacionados

Religión