Con 70 años y 17 nietos su sitio está... en un convento

La de la ahora Madre Mary Carmen es una de las cinco historias de llamada a la vida contemplativa que te contamos aquí.

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"¿Que soy muy ma­yor? Sí, Ma­dre, ¿y Abraham? Te­nía 70 años cuan­do el Se­ñor le dijo: sal de Ur y vete a don­de yo te diga… Pues yo ten­go esa edad". Con es­tas pa­la­bras, Mary Car­men San­juan de­bió ablan­dar a la aba­de­sa de Las Huel­gas, rea­cia al in­gre­so de esta ara­go­ne­sa, re­si­den­te en Ma­drid, que ya te­nía muy cla­ro dón­de es­ta­ba su si­tio des­de el mo­men­to en que pisó el coro del Mo­nas­te­rio du­ran­te una es­tan­cia en la hos­pe­de­ría.

La du­re­za de la clau­su­ra no ame­dren­ta­ba en ab­so­lu­to a esta te­naz mu­jer, ma­dre de seis hi­jos y abue­la de 17 nie­tos. Un cán­cer de prós­ta­ta le arre­ba­tó a su ma­ri­do, a quien los mé­di­cos solo ha­bían dado dos me­ses de vida que al fi­nal se con­vir­tie­ron en 18 años, de los cua­les solo los dos úl­ti­mos fue­ron real­men­te du­ros. "Éra­mos un ma­tri­mo­nio muy fe­liz, muy enamo­ra­dos, per­te­ne­cía­mos a una co­mu­ni­dad de una pa­rro­quia, éra­mos ca­te­quis­tas, dá­ba­mos char­las pre­ma­tri­mo­nia­les, como éra­mos po­cos, el tra­ba­jo era mu­cho". Cuan­do fa­lle­ció su es­po­so, cuen­ta, si­guió ha­cien­do su vida nor­mal, con sus hi­jos, su co­mu­ni­dad pa­rro­quial, sus ami­gos de siem­pre…

"Yo te­nía mu­cho, te­nía a mis hi­jos, y es­tá­ba­mos muy uni­dos. Aun­que no era cons­cien­te de te­ner tan­to. Me pa­re­cía nor­mal te­ner toda esa fe­li­ci­dad… Has­ta que una Cua­res­ma, ha­cien­do ora­ción, dije: “Se­ñor, si ya se ha ido mi ma­ri­do… ¿Qué más pue­do dar­te?” Y lo oí cla­ra­men­te, el Se­ñor me dijo: “No hace fal­ta que me des nada, dé­ja­lo todo y ven­te con­mi­go”. Me que­dé como Ma­ría, un poco im­pac­ta­da. Dije: “¿Cómo va a ser eso?” El día de Jue­ves San­to, en la Hora San­ta en la pa­rro­quia, se leyó el pa­sa­je del pren­di­mien­to de Je­sús y el úl­ti­mo ver­sícu­lo dice: “Y to­dos los dis­cí­pu­los, aban­do­nán­do­le, hu­ye­ron”. Y yo, que soy, de Za­ra­go­za, como Agus­ti­na de Ara­gón, dije: “Yo no te aban­dono, Se­ñor. Y aquí es­toy”.

Des­pués de bus­car por in­ter­net di­fe­ren­tes mo­nas­te­rios, ese mis­mo lu­nes de Pas­cua Mary Car­men se pre­sen­tó en la hos­pe­de­ría de Las Huel­gas, y unos días le bas­ta­ron para con­ven­cer­se de que ha­bía en­con­tra­do su si­tio. Ni las re­ti­cen­cias de la aba­de­sa ni la reac­ción de su en­torno, tan­to de sus hi­jos ("me di­je­ron de todo me­nos bo­ni­ta", cuen­ta di­ver­ti­da), como de sus ami­gos, le hi­cie­ron ce­jar en su em­pe­ño. "A los tres me­ses se aca­ba­ba mi tiem­po de ex­pe­rien­cia y yo po­día sa­lir. Y me acon­se­ja­ron: 'Bueno, pues sa­les, es­tás con tus hi­jos y cuan­do vuel­vas, pues vuel­ves a em­pe­zar la ex­pe­rien­cia'. Dije: “No, ¿otra vez seis me­ses más? Ya no ten­go edad para an­dar ju­gan­do… Pues no sal­go”. Mis hi­jos iban a ve­nir a bus­car­me, es­ta­ba ya todo or­ga­ni­za­do, pero les dije que no vi­nie­ran (bueno, se lo dijo ma­dre An­ge­li­nes, por­que yo en esos seis me­ses no po­día co­mu­ni­car­me con ellos para nada). Así que a los seis me­ses tomé el há­bi­to, es­tu­ve dos años de no­vi­cia, hice los vo­tos sim­ples y a los tres años, la pro­fe­sión so­lem­ne".

Poco a poco sus hi­jos fue­ron acep­tan­do la nue­va con­di­ción de Ma­dre Mary Car­men, hoy hos­pe­de­ra del real mo­nas­te­rio. Cuen­ta que el día que iba a ha­cer su pro­fe­sión so­lem­ne, uno de sus nie­tos pre­gun­tó: "En­ton­ces, si la abue­li­ta se casa con Dios, ¿Dios va a ser mi abue­li­to?"

Una lla­ma­da "apar­ca­da"

Sor Águe­da Ba­rriu­so tie­ne 85 años y es mon­ja cla­ri­sa des­de los 64. Viu­da des­de 1995, es ma­dre de cua­tro hi­jos, en­tre ellos otra cla­ri­sa, Sor Cla­ra, quien re­cuer­da des­de siem­pre a su ma­dre como una mu­jer muy pia­do­sa, que re­co­rría casi a dia­rio en bi­ci­cle­ta los cin­co ki­ló­me­tros que se­pa­ran San Mar­tín de Hu­ma­da de Hu­ma­da para asis­tir a misa. For­mó par­te de la Le­gión de Ma­ría y siem­pre sin­tió una gran in­cli­na­ción por el ca­ris­ma de San­ta Cla­ra. "Ella ya que­ría ser mon­ja cuan­do era jo­ven, pero pa­re­ce ser que mi abue­la se lo im­pi­dió, le dijo que su si­tio es­ta­ba en casa re­pa­san­do los cal­ce­ti­nes de sus her­ma­nos", re­la­ta.

Sor Cla­ra ha­bía en­tra­do en el Mo­nas­te­rio de Cas­til de Len­ces en 1984, cuan­do con­ta­ba 27 años, de­jan­do atrás su tra­ba­jo como maes­tra, y las vi­si­tas de su ma­dre eran muy fre­cuen­tes. Lle­gó en­ton­ces la sor­pre­sa: Águe­da tam­bién que­ría ser mon­jaSus hi­jos re­ci­bie­ron la no­ti­cia con gran dis­gus­to, es­pe­cial­men­te el va­rón, el más re­bel­de. "Lo to­ma­ron fa­tal. Y cla­ro, la cul­pa­ble era yo, que la ha­bía me­ti­do en can­ta­res", cuen­ta Sor Cla­ra.

Al prin­ci­pio, Águe­da qui­so in­gre­sar en la mis­ma co­mu­ni­dad que su hija, pero no se lo per­mi­tie­ron. "Yo lle­gué a de­cir­le 'pues ya está, mamá, qué­da­te en tu ca­si­ta…'". Con todo en con­tra, ella si­guió bus­can­do y, tras una vi­si­ta de una re­li­gio­sa del mo­nas­te­rio de Cas­tro­je­riz y me­ses de co­rres­pon­den­cia con ella, ter­mi­nó to­man­do el há­bi­to en la que se­ría su casa has­ta hace ape­nas dos años, en que, de­bi­do a su edad, la tras­la­da­ron a Cas­til de Len­ces para es­tar cer­ca de Sor Cla­ra.

De sacerdote a monje por "quemar el último cartucho"

La vo­ca­ción ha­cia la vida con­tem­pla­ti­va tam­po­co es algo re­cien­te para Be­nigno Sainz, sa­cer­do­te dio­ce­sano des­de hace 35 años, que aca­ba aho­ra el pos­tu­lan­ta­do y co­mien­za el no­vi­cia­do en el Mo­nas­te­rio de San­to Do­min­go de Si­los. "A los dos años de sa­cer­do­cio ya hice una ex­pe­rien­cia aquí en Si­los. Des­pués, por unas cir­cuns­tan­cias u otras he que­ri­do vol­ver pero no se po­nía a tiro la cosa, has­ta que al fi­nal, hace dos años, plan­teán­do­me la cosa más de re­pen­te… Veía que se me pa­sa­ba el arroz e igual me de­cían que no por­que ya era ma­yor, in­clu­so a ve­ces ju­ga­ba con la po­si­bi­li­dad de ser ere­mi­ta, pero dije: va­mos a que­mar el úl­ti­mo car­tu­cho, y el pa­dre abad me dijo que me per­mi­tía la ex­pe­rien­cia para pro­bar, lo cual ha sido para mí una gran ale­gría".

La ma­yor di­fi­cul­tad, re­co­no­ce Be­nigno, ha sido que, "en el buen sen­ti­do, los cu­ras ha­ce­mos lo que que­re­mos, por­que nos pro­gra­ma­mos no­so­tros, en­ton­ces el so­me­ter­te a una vida co­mu­ni­ta­ria y re­gla­da y la obe­dien­cia es lo que más se nota, el que­rer ha­cer uno un poco su mun­do y su vida y so­me­ter­se. Pero sa­bien­do lo que es, pues no cues­ta tan­to".

Una vocación escrita recto con líneas torcidas

En el caso de Fray José An­to­nio Mar­tí­nez, la vo­ca­ción vie­ne aún de más le­jos. Ya a los 14 años que­ría ser mon­je, y du­ran­te casi nue­ve años vi­vió su pri­me­ra ex­pe­rien­cia en Ca­ta­lu­ña, en el Mo­nas­te­rio de Mon­tse­rrat. "En el mo­men­to de ha­cer la pro­fe­sión so­lem­ne, por unas cir­cuns­tan­cias muy con­cre­tas, de­ci­dí no dar el paso por no es­tar se­gu­ro. Para ha­cer las co­sas mal, pre­fe­rí echar mar­cha atrás», re­la­ta. En­ton­ces es­ta­ba a cum­plir los 28 años. "Siem­pre digo que el Se­ñor en mi caso es­cri­be rec­to con lí­neas tor­ci­das y vol­ví a pen­sar que mi vida no te­nía el sen­ti­do que yo bus­ca­ba; ni el tra­ba­jo, ni los ami­gos, ni la vida que yo lle­va­ba me lle­na­ba y en­ton­ces re­cor­dé que don­de ha­bía sido fe­liz y don­de ha­bía sido yo mis­mo era en el mo­nas­te­rio. Lo que sí te­nía cla­ro es que no po­día ser Mon­tse­rrat por­que ne­ce­si­ta­ba, ya más ma­du­ro, un am­bien­te dis­tin­to". En­se­gui­da pen­só en Si­los, pues­to que lo co­no­cía des­de muy pe­que­ño (aun­que es de Bar­ce­lo­na, sus orí­ge­nes fa­mi­lia­res es­tán en Pa­len­cia). Hoy lle­va en la aba­día be­ne­dic­ti­na tres años e hizo su pro­fe­sión tem­po­ral en no­viem­bre de 2017.

"Lo que más me ha cos­ta­do, evi­den­te­men­te, es la con­vi­ven­cia", con­fie­sa. "Cuan­do ya eres más ma­yor, 39 años, como te­nía cuan­do en­tré yo aquí, ya tie­nes tu vida he­cha, tu ma­ne­ra de pen­sar, tu ma­ne­ra de fun­cio­nar. Ade­más, los car­gos que he te­ni­do en el tra­ba­jo han sido de di­rec­ción, he te­ni­do a gen­te bajo mi res­pon­sa­bi­li­dad, en­ton­ces eso me ha he­cho ser de una ma­ne­ra muy con­cre­ta, muy per­so­nal. En­ton­ces lle­gar aquí y dar­te cuen­ta de que eres el úl­ti­mo en el fon­do y que cada uno es hijo de su pa­dre y de su ma­dre, tie­nes que ha­cer­te mu­cho al tem­pe­ra­men­to y la ma­ne­ra de ser de cada uno".

Un Camino de Santiago que despertó una vocación...sin dar un paso

Juan Mi­guel Ri­ve­ra, con 43 años, otro de los pos­tu­lan­tes en el Mo­nas­te­rio de Si­los, no te­nía las co­sas tan cla­ras. Este gua­te­mal­te­co dice que no sabe si lo suyo era "vo­ca­ción tar­día o vo­ca­ción no con­tes­ta­da". "Te­nía muy mar­ca­do mi plan: ter­mi­nar mis es­tu­dios de Ad­mi­nis­tra­ción en Es­ta­dos Uni­dos, tra­ba­jar. En el fon­do sen­tía un lla­ma­do pero como lo iba de­jan­do, y no te­nía muy cla­ro a qué. Ade­más, me de­cía: esto no es un lla­ma­do real, tal vez me lo es­toy ima­gi­nan­do. Lue­go te vas dan­do cuen­ta de que no es así, de que cada vez se hace más fuer­te, y lue­go cuan­do co­no­cí el mo­nas­te­rio, me di cuen­ta de que esto era lo que bus­ca­ba".

"Mi plan ori­gi­nal era ha­cer algo como el Ca­mino de San­tia­go y em­pe­cé a bus­car mo­nas­te­rios que tu­vie­ran hos­pe­de­ría para ver cómo era, pero no sa­bía qué es­pe­rar, ni si­quie­ra se po­día ha­blar con los mon­jes o si se po­día te­ner una ex­pe­rien­cia, y al dar­me cuen­ta de que era así, la apro­ve­ché tan­to que el Ca­mino de San­tia­go ya ni lo reali­cé". Esto ocu­rrió en la pri­ma­ve­ra del año pa­sa­do. En in­vierno re­gre­só para vi­vir una ex­pe­rien­cia un poco más lar­ga, que fue de tres me­ses, y aho­ra, hace mes y me­dio que vol­vió para que­dar­se. En prin­ci­pio as­pi­ra a ter­mi­nar el año de pos­tu­lan­ta­do. "Yo es­toy aquí has­ta que el Se­ñor quie­ra y has­ta que la co­mu­ni­dad quie­ra, tam­bién. Aho­ra creo el lla­ma­do sí es real, cada vez lo sien­to más así. Aquí he en­con­tra­do algo es­pe­cí­fi­co, algo tan­gi­ble, uno ya se pue­de aden­trar en la vida co­mu­ni­ta­ria, en el sen­ti­do del rezo del ofi­cio, que son co­sas que uno ya pue­de em­pe­zar a ex­pe­ri­men­tar y a no ver­lo des­de fue­ra, como un es­pec­ta­dor, sino que uno se ve re­fle­ja­do en los otros".

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