La foto que me ha llamado la atención hoy está tomada en el Rocío.
Ya se que no es tiempo, que falta todavía la Semana Santa y la Pascua. Ya lo se, pero es que al retrato le han dado un premio de la Sony. Calle ancha en la aldea. Calle, ya sabes, sin asfaltar. Dos hileras de casillas bajas, alguna sin terminar. Una, una sola, con balconcillo estrecho y con reja. Un volquete a la puerta de una cochera.
Y en una pared a la que le hace falta una buena mano de cal, en una pared con zócalo de albero, cuatro mulas blancas. Blancas, blancas, a las mulas solo en los corvejones se le vuelve el pelo tordo.
Las cuatro mulas tiene los ollares y las caras muy pegadas a la pared. Si una de las mulas se queda quieta en medio de la vereda no hay que insistir, no es que sea terca es que ve lo que tu no ves y esa es su manera de avisarte que está en peligro. Entre los dos filas de casillas una jaca baya con una señora que monta como un mozo, que monta con falda larga, con volantes de nata y con un moño alto.
El animal, con las crines lacias, parece tranquilo, como si supiera que le están retratando. Es solo disimulo, por mucho que te empeñes no hay caballo domado. El caballo aunque esté harto de agua y bien corrido no hace caso del freno. Con su silla y sus guarniciones, con sus jaeces, sea rocín de campo, trotón para niños o animal árabe siempre le sale su natural, siempre acaba, al trote o al galope, buscando marismas imposibles, flores de jara en invierno. Al trato o al galope, aunque haya bebido y este bien corrido, siempre busca, noble, sin sosiego, forrajes de viento.