
Madrid - Publicado el - Actualizado
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La foto que me ha llamado la atención la he visto esta tarde en la web del Periódico de Cataluña. Han recogido los retratos que el padre Ubach, un monje de Monteserrat, hizo en su viaje a la Tierra Santa muy a comienzos del siglo XX. Y los rostros que se asoman a una de esas fotos me han cautivado. En un rincón seco y árido de un desierto palestino sonríen ante la cámara cuatro mujeres y sus criaturas. Las mujeres posan delante de su casa: una cueva como una gran boca abierta en la base de una montaña. Han recogido con paciencia piedras grandes, piedras blancas y calizas, con las que han construido un muro. Un muro sin argamasa, sin más mortero que el polvo de un desierto que no conoce la arena rubia. Sobre el muro, con palos de acacia reseca y mantas oscuras han montado varios paravientos. Sobre una piedra, de frente y descalza una niña sonríe con perlas en medio del erial, sonríe tambiién con los ojos y sonríe con los pómulos. Sonrisa de agradecimiento, de infanta contenta. La niña tiene las manos ensortijadas y abalorios en las muñecas para dejar claro lo que es, la princesa del yermo, donde ni el mirto ni el ciprés le pueden hacer sombra. La niña, ya casi mozuela, se cubre la cabeza con un paño blanco y viste andrajos sucios y gastados, túnica oscura, manto sobre los hombros. Sus compañeras son madres también descalzas, también cubiertas con ropa de saco, madres que cargan niños y que también se ríen alegres. Alegría beduina a la puerta de una cueva. Alegría de otros, alegría que aunque no sea tuya, reconcilia el mundo.