La foto que me ha llamado la atención hoy la tomó Francesc Catalá probablemente en los años 50 en una calle de Madrid. Hay una exposición dedicada a los Catalá, una familia de fotógrafos que merecer ser recordada. En el retrato del que hablo, en un blanco y negro que parece de novela de Carmen Laforet, dos señoritas se han detenido delante de un gran escaparate. Las dos gastan pelo corto. Una lleva un vestido largo, con un cinturón que destaca su estiloso talle. Y la otra carga sobre los hombros una gabardina que por lo holgada que le está debe ser una herencia. Está cerca el verano. Y los comercios de la gran ciudad han echado el cierre, ya hay verjas haciendo su oficio. El escaparate es grande y sobre el se refleja una torre que puede ser la del reloj de la Puerta del Sol. Las chicas repasan una y otra vez los abanicos abiertos detrás del cristal. Los hay de encaje, otros los has traído el galeón de Filipinas y muestran letras chinescas, hay también abanicos de olor, de violín, con las varillas unidas con pergamino, con papiro, con piel de cabritilla o con tela de holanda. Sueñan las señoritas que pasean con uno de los abanicos, que van por el puente de un fresco río. Los encajes, la piel, el pergamino y las tela abiertas parecen alas para volar muy lejos, para ventilarse, para traerse al pecho un aire limpio, un aire niño, un aire sin peso. Aire quieren las señoritas, que todo está muy cerrado, muy medido, muy rancio y muy dicho. Aire nuevo quieren.