OPINIÓN

Ad Libitum con Javier Pereda. Hoy: convivencia

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Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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El cantante Bertín Osborne ha comunicado que se divorcia de su segunda esposa, la venezolana Fabiola Martínez, por motivos de convivencia. Anteriormente, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, anunciaba la separación con el peluquero Jaro Alonso, después de vivir juntos durante cuatro años, aunque no estaban casados. Confiesa no haber tenido tiempo para asumirlo, por las absorbentes ocupaciones; quizá esa sea la causa de la separación. ¡Ay las profesiones de riesgo!: políticos, periodistas y artistas. Ahora que se cumplen 50 años del matrimonio canónico entre Julio Iglesias con Isabel Preysler —fue declarado nulo y volvieron a casarse—, se comprueba la banalización para asumir este compromiso importante. Los mismos derroteros han seguido la periodista Susanna Griso y Carles Torras o el torero José Tomás. Algunos coinciden en que su convivencia ha durado 20 años (la media es 16); lo que demuestra la poca paciencia para aguantarse, como si el matrimonio tuviera fecha de caducidad.

No se trata de enjuiciar la conciencia de las personas, pero sus hechos son elocuentes. Por lo general esta separación (de alma y cuerpo) produce una situación traumática en los afectados y su familia. La pandemia del divorcio (en 2019 en España hubo 95.320 rupturas matrimoniales y en Andalucía 17.822, con una tasa del 2,11 por cada mil habitantes) tiene unos efectos personales devastadores, aspecto que suscita morbo en la prensa del corazón. Habría que tener en consideración a los nuevos héroes sociales: los matrimonios con años de fidelidad; deberían ponerse como modelo, por tratarse de una especie en peligro de extinción. El divorcio es la primera lacra mundial que habría que intentar prevenir —mejor que curar—; es preciso vacunarse contra esta epidemia contagiosa para orientar con éxito las crisis familiares. Como ha explicado este televisivo matrimonio de “En tu casa o en la mía”, la separación ha sido meditada y lo han hecho con respeto; no hocicar en el odio africano de los cartagineses de Amílcar Barca, ya supone un logro. En vez de remover la dificultad de “discutir todo el día por tonterías” —aspecto costoso, pero no inalcanzable—, eligen el último recurso, el más difícil y lesivo: deshacer el patrimonio y el matrimonio. El arte de convivir es una ciencia que nunca acaba y exige dedicación constante. La convivencia resulta fácil cuando está impregnada del enamoramiento (que hay que procurar mantener); éste, como diría Ortega y Gasset, es “un rapto de locura” o un estado de “imbecilidad transitoria”. El enamoramiento entusiasta de los comienzos, presenta semejanza con los veloces cien metros libres, para distinguirlo de la convivencia constante y sacrificada, que se identifica a un maratón de ultrafondo. Aceptar la realidad defectuosa de la naturaleza humana evitará innecesarios sobresaltos.

El escritor inglés Chesterton decía: “Conozco muchos matrimonios felices, pero ni uno solo compatible”. Por eso, idealizar o no conocer a la persona elegida, puede jugar una mala pasada. Hay que asumir que los matrimonios felices no son aquellos que no discuten —entonces estarían muertos— o que no presentan contrariedades. Sino aquellos que saben gestionar con inteligencia, serenidad y empatía los desencuentros; a veces sirven las palabras mágicas: “por favor, perdón, gracias”. Eso exige un trabajo constante de comprensión y generosidad; superar la tentación de tirar la toalla ante cualquier nuevo tropiezo. Parafraseando a Camilo José Cela: “quien resiste, gana”; pero no quince o veinte años, sino hasta alcanzar la meta. Este es uno de los retos más importantes, que exige las cualidades de los buenos deportistas: el espíritu positivo para conseguir dar la vuelta a las situaciones adversas; la fortaleza para dominar las deficiencias de la personalidad; la tolerancia con los defectos de quienes convivimos, que nos lleva a la comprensión humilde y paciente de su forma de ser. Se trata de una asignatura que hay que revalidar diariamente. Sin embargo, algunos escenarios de convivencia resultan tóxicos e impracticables.

La prudencia dicta con san Ignacio de Loyola: “en tiempo de tribulación, no hacer mudanza”; en todo caso recibir el consejo prudente para no dejarnos llevar por la subjetividad o la precipitación. Personas con enfermedades psicológicas, o con temperamentos que les incapacita para asumir las obligaciones esenciales, hacen irrealizable la convivencia. El matrimonio entonces sería inválido y como diría “El Gallo”: “Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”.

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