El chico del autobús - Excelencia Literaria

El chico del autobús

Roberto Iannucci

Ganador de la XIII edición

www.excelencialiteraria.com

Después de seis meses coincidiendo a la misma hora y en el mismo trayecto, los diez madrugadores que tomábamos el autobús de las 7:21 teníamos acordado, en un pacto tácito, que cada cual tenía su asiento fijo. Y así lo habíamos respetado hasta entonces. Pero aquella mañana un desconocido había ocupado el mío. Los otros pasajeros me lanzaban miradas con una mezcla de malicia y curiosidad, como si esperaran una reacción violenta por mi parte.

 Aunque había muchos otros asientos libres, aquel desconocido había elegido el mío. Al verme destronada de aquel derecho no escrito, me acometió una rabia infantil. Si hubiésemos estado solos es posible que le hubiera reclamado mi asiento, pero ante aquellos nueve atentos espectadores, la vergüenza ganó al orgullo y al enfado, y decidí ubicarme en otra plaza, cercana a la de aquel ladrón de asientos. Él, por descontado, no parecía ser consciente del drama que había desatado.

 Para controlar mi ira, conecté los auriculares a mi teléfono y me aislé del mundo. Me estaba dejando llevar por una de mis canciones favoritas cuando un sexto sentido hizo que notara que el usurpador me observaba atentamente. Me giré, molesta, y me encaré con él en actitud desafiante. Él –atrapado in fraganti– apartó los ojos con rapidez, desviándolos a sus zapatos. Aquel gesto disipó todo mi enfado y consiguió arrancarme una sonrisa, que contuve mordiéndome el labio. Pero mantuve la mirada clavada en él, detenida en sus ojos azules, en su recta nariz y en sus labios fruncidos. Debía tener más o menos mi edad, y no puedo negar que era muy atractivo. El rencor me fue abandonando conforme más lo miraba.

 De pronto, levantó los ojos, y al instante sentí el rubor que ardía en mis mejillas, así que rápidamente me volví para fingir que leía un mensaje en el móvil. Esta vez me costó más aún reprimir la dichosa sonrisa que pugnaba por dibujarse en mis labios, y me puse a jugar con el pelo para esconderme de aquellos brillantes ojos azules. Y es que me miraba de nuevo, con una expresión extraña que no supe interpretar. Muerta de vergüenza, esperé a que se confiara para volver a cazarle y, así, ponerle nervioso.

 Perdí la noción del tiempo con aquel juego que me aceleraba el pulso. Antes de que me diera cuenta, el autobús se detuvo en el campus universitario. Había supuesto que él también era estudiante, pero mi ladrón de asientos no hizo amago de levantarse. Apenada, me dirigí a la salida. Pero, en aquel momento, a través de mis auriculares sonó una canción romántica, de esas empalagosas que escucho a solas porque me da vergüenza admitir que me gustan. Mis pasos parecían ir al lento compás de la música, mientras el corazón se me encogía, abatido por una caprichosa tristeza.

 A punto de abandonar el vehículo supe que si me bajaba, no volvería a verle. Y me pregunté qué puertas iba a cerrar al no darme la oportunidad de conocerlo. Así que tomé la decisión que iba a cambiar mi vida: volví sobre mis pasos, dejando que las que se cerraran fueran las puertas del autobús, y me senté a su lado con el corazón a punto de explotar.

 ─Hola, soy Natalia ─me presenté con una sonrisa nerviosa.

 Él fue para mí el chico del autobús. Y yo para él, la chica del autobús, aunque no la primera. Antes que yo había habido otras tantas: la del metro, la de la biblioteca, la de la discoteca… Pero yo fui la única que logró retenerlo, que no le dejó escapar. Fui la última en su vida, aunque nunca lo llegué a saber…

 Los que sí lo supieron fueron la Policía, mi familia y mis amigos. Y más tarde, todo el país cuando la noticia trascendió a los medios, una vez encontraron en un callejón mi cuerpo apuñalado hasta la muerte. Y a mi lado, él, sin sentido y cubierto de arañazos, pues con mis últimas fuerzas logré noquearlo.

 Si lo hubiese sabido, no hubiera permitido que me robara el asiento del autobús.

 

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