El Papa Francisco ya está en Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, primera etapa de un viaje apostólico apasionante y complejo a una tierra atormentada por la guerra que, como el propio Papa ha dicho en su discurso ante las autoridades, es un diamante de la creación, que en su trasparencia refracta la luz que recibe. Con esa bella imagen, el Papa ha querido subrayar la dignidad inalienable de los congoleños, que sufren de manera sistémica conflictos y explotaciones de su propia tierra, que la asoman al escenario de un Estado fallido.

El Papa se presenta como peregrino de reconciliación y de paz ante un país con enormes potencialidades, que sin embargo parece haber perdido el aliento. Por eso resulta provocador hablar allí de la justicia y del perdón ante la lógica de las armas y el terror. Francisco ha pedido que se coloquen en el centro las oportunidades de crecimiento de las personas, en lugar de los objetivos de expansión y aumento de los beneficios. A veces parece que la comunidad internacional casi se ha resignado a la violencia que devora a los congoleños, por eso es tan importante una voz que les llegue directamente al corazón y les hable de una esperanza cierta.

Los frutos pueden ser abundantes e insospechados, pero, aunque solo fuera para que el mundo conozca este drama vergonzoso y para que no se acostumbre a la sangre que corre en ese país desde hace décadas, un viaje tan valiente como éste ya habrá merecido la pena.