Quienes han conocido de cerca al Cardenal Bergoglio saben que es un hombre de profundas convicciones, acostumbrado a gobernar en distintas responsabilidades eclesiales, aún en las circunstancias más adversas. Y a nadie escapa que en esta tarea ha tenido una relación particularmente tensa con la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, al igual que las tuvo en su día con su esposo Néstor. En ningún caso, como le achacaron desde el populismo los peronistas, fue porque el Cardenal se metiera en política y se convirtiera según ellos en el líder espiritual de la oposición, sino porque no cejó nunca de proclamar la verdad del Evangelio y el magisterio de la Iglesia, bien fuera a la hora de abordar cuestiones del derecho a la vida, de la familia y el matrimonio, o aspectos relacionados con la caridad y la justicia social. A la presidenta argentina le ha vuelto a faltar grandeza política en sus primeras reacciones ante la elección del Papa Francisco, que han sido más bien distantes y desabridas. Sin embargo, fiel al espíritu y a la letra de la popular oración franciscana, el Papa Francisco abre los brazos y en un gesto bien significativo recibe a Cristina Fernández de Kirchner en primer lugar, antes que a ningún otro Jefe de Estado. El mensaje que lanza el Papa Francisco está dirigido a todos. Con sus palabras, con sus gestos, con la audiencia a la presidenta de su país nos está diciendo que todos, absolutamente todos, debemos trabajar juntos para ser instrumentos de la paz del Señor, empeñados, cueste lo que cueste, en poner perdón y poner verdad, allí donde pudiera haber habido ofensa y error.