La leyenda sangrienta que marcó a Huesca: la campana que sonó con cabezas

Pocos relatos históricos combinan mejor el simbolismo del poder, la traición y el castigo que la leyenda de la Campana de Huesca

Hemis


Laura Palomo

Madrid - Publicado el

3 min lectura

En 1134, tras la muerte sin descendencia de Alfonso I el Batallador, su hermano Ramiro II, hasta entonces obispo, asumió el trono de Aragón. El nuevo rey, apodado “el Monje”, se enfrentó a un escenario difícil: nobles díscolos, conflictos internos y amenazas externas. Su autoridad, cuestionada desde el principio, encontró una singular vía de reafirmación en una leyenda que con el tiempo ha quedado grabada en la memoria colectiva.

La historia, recogida por primera vez en la Crónica de San Juan de la Peña en el siglo XIV, cuenta que, ante la desobediencia de los nobles, Ramiro envió un mensajero a su antiguo maestro, el abad de San Ponce de Tomeras, en busca de consejo. Sin mediar palabra, el abad condujo al emisario a un huerto y cortó las coles más altas. El gesto fue suficiente: al regresar, el mensajero lo repitió ante el rey, quien entendió que debía eliminar a los más rebeldes para restablecer el orden.

Ramiro convocó a los nobles a Huesca con la excusa de construir una campana que pudiera oírse en todo el reino. Una vez allí, decapitó a los más levantiscos, colocando sus cabezas en círculo, y en el centro, como badajo, la del obispo de Jaca, el más desafiante. La imagen, tan macabra como simbólica, quedó grabada en la tradición aragonesa.

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De la historia al mito

Aunque durante siglos la historia fue considerada real, los historiadores comenzaron a cuestionarla. Jerónimo Zurita, en sus Anales de la Corona de Aragón (1562), rastreó su posible origen en relatos clásicos: desde Heródoto hasta Aristóteles y Tito Livio, quienes recogieron anécdotas similares protagonizadas por otros monarcas.

Lo que sí es cierto es que Ramiro II se enfrentó a una rebelión noble y llegó a refugiarse en Besalú en 1135 tras una grave crisis con los señores aragoneses. A su regreso, ejecutó a varios de ellos por haber roto una tregua firmada con los almorávides, hecho recogido por crónicas árabes como el Kitab al-Anwar al Yâliyya.

La leyenda evolucionó a través de los siglos en romances populares, comedias del Siglo de Oro como la de Lope de Vega, e incluso zarzuelas. Su poder simbólico fue tal que inspiró la célebre pintura de José Casado del Alisal, La campana de Huesca, actualmente expuesta en el Ayuntamiento oscense, y convertida en emblema visual de esta historia.

Un símbolo del poder y su abuso

A lo largo del tiempo, esta leyenda ha sido reinterpretada de múltiples formas: como apología del poder autoritario, como reflexión sobre la responsabilidad del gobierno, e incluso como crítica a la violencia institucional. Desde los romances del siglo XVI hasta los análisis de autores como Francisco Ayala, el mito ha servido para explorar la tensión entre autoridad y rebeldía.

Casado del Alisal, en su cuadro de 1880, no solo inmortalizó la escena con dramatismo romántico, sino que la convirtió en una declaración política en pleno siglo XIX, cuando España vivía sus propias convulsiones entre liberales y conservadores. La imagen de Ramiro, sereno y decidido ante los cuerpos decapitados, no era solo historia: era advertencia.

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En definitiva, la Campana de Huesca no solo ha sobrevivido como anécdota sangrienta, sino como uno de los símbolos más poderosos del imaginario aragonés y español. Un relato que, entre el mito y la verdad, sigue haciendo sonar su eco siglos después.

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