Escuchar la zarza ardiente: Las resonancias bíblicas del lema del Tiempo de la creación

Fernando Chica asegura que "nadie está exento del cuidado de nuestro planeta. Todos podemos ofrecer lo mejor de nosotros mismos en esta hermosa tarea"

Fernando Chica, observador permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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El mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación (1 de septiembre) esta vez recoge el lema “Escucha la voz de la creación”, propuesto para el Tiempo de la creación, que se extiende desde el 1 de septiembre hasta el 4 de octubre, fiesta de san Francisco de Asís. Y como símbolo para este año, se ha escogido el de la zarza ardiente, de hondas resonancias bíblicas (Éx 3, 1-12).

Se trata de un símbolo potente y sugestivo, espiritual y comprometido, cósmico y personal. Como dirían los estudiosos de las religiones, este símbolo es, a la vez, tremendum et fascinans, “tremendo y fascinante”. El mismo papa Francisco, en su Mensaje para esta ocasión, señala: “Si aprendemos a escucharla, notamos una especie de disonancia en la voz de la creación. Por un lado, es un dulce canto que alaba a nuestro amado Creador; por otro, es un amargo grito que se queja de nuestro maltrato humano”. Veamos esta especie de disonancia, ambivalencia o paradoja en la imagen de la zarza ardiente, primero en una lectura referida al cuidado de la casa común y, después, en una lectura más ligada al texto bíblico y al dinamismo creyente que suscita.

De entrada, el fuego de la zarza nos habla de energía movilizadora, de fuerza interior, de potencia transformadora. Sea que nos fijemos en la luz del sol, que nos da la vida, o sea que prestemos atención a la energía escondida en el interior de la tierra, que en ocasiones aparece como magma ardiente, es claro que estamos ante una realidad sugestiva y misteriosa, que es también símbolo de algo mayor y transcendente. Ese fuego nos evoca la vida eterna, que “será un asombro compartido, donde cada criatura, luminosamente transformada, ocupara? su lugar y tendrá algo para aportar a los pobres definitivamente liberados” (Laudato Si’, n. 243).

La imagen del fuego ardiente apunta, igualmente, a realidades dolorosas y desconcertantes: incendios, calentamiento global, desertificación, olas de calor extremo, sequías... Este año 2022 pasará a los anales por sus intensas olas de calor. La Organización Meteorológica Mundial considera que una ola de calor es un periodo de, al menos, tres días consecutivos en los que las temperaturas son significativamente más elevadas que las del registro histórico. Pues bien, desde 1980, las olas de calor se han multiplicado por 50. Concretamente, este año 2022 las que más atención mediática han recibido han sido las del verano europeo, con récords históricos en el Reino Unido, intensos incendios en Francia y episodios extremos en la península Ibérica. Pero ha habido otros fenómenos significativos en América del Norte y en Australia, por ejemplo. En particular, hay que destacar la tremenda ola de calor sufrida en la India en el mes de marzo. Entre otros efectos, causó la caída de un 15% de la producción de trigo en el Punjab, la principal zona productora de cereal en la India, llegando a una disminución del 30% en diversas regiones de este estado. Sin duda, al acercarnos a esta ‘zarza ardiente’ podemos “escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (Laudato Si’ n. 49).

Si pasamos a los textos bíblicos, observamos que también recogen esta dualidad del fuego, que se muestra como “gozosa y dramática a la vez” (Laudato Si’, n. 246). El episodio de la zarza ardiente se ha convertido en un modelo paradigmático de la actitud reverente ante el Misterio que nos desborda y nos interpela. Asombrado ante una visión que le sorprende y atrae, Moisés es invitado a descalzarse, a reconocer que pisa un terreno sagrado, a adentrarse en el Misterio, a acoger la revelación del Nombre de Dios, a lanzarse a la lucha por la liberación de su pueblo. La figura de Moisés ante la zarza nos puede ayudar a nosotros a revisar nuestra conciencia, nuestro quehacer y nuestra actitud de creyentes. Inspirados en ese personaje bíblico, podríamos formularnos estas preguntas: ¿sabemos que la Tierra que pisamos, salida de las manos de Dios, es sagrada?, ¿de qué tenemos que descalzarnos ante esta realidad?, ¿qué aspectos del Misterio descubrimos?, al contemplar la creación, ¿damos el salto a la contemplación del Creador, del Dios de la vida?, ¿a qué nos compromete todo esto? A este respecto, escribía el teólogo alemán Romano Guardini: “Dios está en el pensamiento de quien debidamente le conoce. Dios vive en el espíritu de quien piensa en Él con verdad. Por eso, «conocer a Dios» equivale a unirse con Él, como los ojos con la llama en la visión de la luz. Con la llama se establece unión también por el ardor, como experimentamos en el rostro y en las manos; sentimos cómo nos penetra calentando, no obstante quedar ella intacta en sí. Eso es amor: unión por ardor con la llama divina, pero sin tocarla. Porque Dios es bueno, y quien ama el bien, lo posee ya en espíritu. Con solo amar el bien, ya es mío; y cuanto lo amo, tanto me pertenece; pero no lo toco. «Dios es amor», dice San Juan, «y quien permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios en él» (1 Jn 4, 16.) Conocer y amar a Dios significa unión con Él. Por eso la eterna bienaventuranza consiste en ver y amar. No en asistir hambriento, sino en estrechísima intimidad, satisfacción y hartura. La llama es imagen del alma y lo es también del Dios viviente, «puesto que Dios es luz, y en Él no hay tinieblas» (1 Jn 1, 5). Como la llama irradia luz, así Dios irradia verdad. Y el alma recibe en sí la verdad y por ella se une con Dios, de la misma suerte que los ojos ven la luz y por ella se unen con la llama. La llama despide ardor; así también Dios derrama bondad. Mas quien ama a Dios, se hace uno con Él en bondad, a la manera como con la llama se hacen uno mano y rostro recibiendo su cálida caricia. Pero la llama permanece en sí misma intacta, pura y noble; y así de Dios dice la Escritura que «habita en luz inaccesible» (1 Tim 6, 16). ¡Llama fúlgida y ardorosa, imagen de Dios vivo!” (Los signos sagrados, Ed. Litúrgica Española, Barcelona 1965, p. 80).

A lo largo de la Biblia encontramos repetida esta misma imagen. Se reitera que Dios es como un fuego devorador, celoso por amor (Dt 4,24). Así se manifiesta a su pueblo (Ex 24,17). Ante ello, exclama el creyente: “¿Quién de nosotros podrá habitar con el fuego consumidor?” (Is 33,14). La palabra de Dios es también como el fuego (Jer 23,29), que arde dentro de los huesos de quien la recibe (Jer 20,9). Se trata, en el fondo, de un fuego purificador, que ayuda a acrisolar la coherencia vital de las personas: Dios mismo será como un fundidor, que “se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata” (Mal 3,2). Todo esto, obviamente, se refiere a nuestra experiencia personal de creyentes y también a nuestra realidad como ciudadanos conscientes, habitantes de la casa común.

Cada uno de nosotros, sea cual sea la función que desempeñemos o la cultura que tengamos, estemos donde estemos y seamos quienes seamos, puede cuidar de la obra de Dios, del mundo que Él nos dio como amoroso regalo. Nadie está exento del cuidado de nuestro planeta. Todos podemos ofrecer lo mejor de nosotros mismos en esta hermosa tarea, con acciones singulares o levantando nuestra voz para que no siga resquebrajándose la casa que a todos nos acoge y que debe ser para todas las personas hogar común.

Jóvenes o ancianos, hombres o mujeres, todos podemos implicarnos en detener la desertificación, la contaminación del agua o del aire, la proliferación de las basuras, etc. Salvaguardar la creación de Dios es un mandato espiritual que requiere una respuesta concreta, una voluntad decidida, un serio compromiso. El momento es crítico, tanto que el porvenir de las nuevas generaciones y el de nuestra casa común dependen de la respuesta que demos.

Con estos sentimientos en nuestro interior, podemos terminar haciendo nuestra la conclusión del papa Francisco en su Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, que se detiene en dos citas importantes que se celebrarán próximamente: la COP27 (Conferencia de la ONU sobre el cambio climático), que se llevará a cabo en Sharm El-Sheikh, Egipto, del 7 al 18 de noviembre de 2022; y la COP15, un foro internacional sobre la biodiversidad, que tendrá lugar en diciembre próximo en Canadá, brindando a los gobiernos una importante oportunidad para adoptar un nuevo acuerdo multilateral que detenga la destrucción de los ecosistemas y la extinción de las especies. Con esos dos encuentros en mente, el Santo Padre anima al pueblo de Dios, en este Tiempo de la Creación, a elevar oraciones “para que las cumbres COP27 [sobre el clima] y COP15 [sobre la biodiversidad] puedan unir a la familia humana (cf. Laudato Si’, n. 13) para abordar con decisión la doble crisis del clima y la reducción de la biodiversidad. Recordando la exhortación de san Pablo de alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), lloremos con el amargo grito de la creación, escuchémoslo y respondamos con hechos, para que nosotros y las generaciones futuras podamos seguir alegrándonos con el dulce canto de vida y esperanza de las criaturas”.

No pasemos de largo ante estas atinadas sugerencias. Por el contrario, hagamos nuestro el deseo y la ferviente invitación del Obispo de Roma.

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