Testigos

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“Vosotros sois testigos de esto” (Lc 24,48)

Señor Jesús, según el evangelio de Lucas tú te despediste de tus discípulos recordándoles que tu vida y tu enseñanza, tu muerte y tu resurrección habían sido ya previstas desde antiguo por las promesas que se encontraban en los libros sagrados de tu pueblo.

Aun querías dejar claro que tus discípulos habían sido testigos del cumplimiento de las antiguas profecías. Pero ser testigos no significaba solamente haber presenciado la realización de aquellas previsiones.

Ser testigos los había de llevar a ofrecer un testimonio creíble de lo que habían vivido contigo y junto a ti. La verdad no era solamente un hallazgo afortunado, era una responsabilidad ineludible. Era un honor y una tarea.

En realidad, tus discípulos no habían de ser repetidores más o menos elocuentes de una lección o de un discurso. Habían de ser los testigos de unos acontecimientos que, por extraños que parecieran, eran liberadores y fuentes de libertad.

La verdad que tú les habías enseñado no era una confirmación de evidencias cotidianas. Tampoco era un sistema nuevo para explicar la más vieja realidad. La verdad no se parecía a los relatos mitológicos que corrían por las ciudades que ellos habían de recorrer.

La verdad era una vida y una muerte. La verdad era la sorpresa de un hombre que nacía de nuevo en su vejez. La verdad era la pregunta de una mujer que deseaba calmar su sed y dejaba su cántaro junto al brocal de un pozo.

La verdad era un proyecto y una renacida. Una ciudad que bajaba del cielo y un manantial que renovaba las aguas de los lagos muertos. Una entrega personal y gratuita, generosa y creadora. La verdad era el amor de quien amaba hasta entregar la propia vida.

A eso los enviabas por los caminos del mundo. Y a eso nos envías cada día. A ser testigos de tu amor y de tu entrega. A ser testigos de esa verdad que eres tú. Bendito seas por siempre, mi Señor. Amén.


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