Carta del obispo de Segovia: «La relación personal con Dios»

César Franco reflexiona esta semana en su carta pastoral acerca de la solemnidad que la Iglesia festeja este domingo: la Santísima Trinidad

César Franco

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El Dios de los cristianos tiene dos características esenciales. Es un Dios personal y es un Dios que existe en la comunión de tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si hemos llegado a este conocimiento de Dios no es por indagación de nuestra propia inteligencia, sino por revelación de Jesucristo, el Unigénito de Dios, como lo llama el prólogo del cuarto evangelio.

Esta revelación se inició en el primer diálogo con el hombre, según dice el libro del Génesis, continuó con los patriarcas, jueces, reyes y profetas de Israel, y culminó con Jesús, que se encarnó para darnos la plenitud de este conocimiento. Aunque se dice con frecuencia que cuando hablamos de Dios todos nos referimos al mismo, el único existente, no es cierto que sea así. Para muchos creyentes, Dios es un ser abstracto, sin rostro ni nombre, o la personificación de una idea, la que el hombre se forma de él —la perfección, la belleza, la bondad— o, si nos adentramos en las místicas de las religiones, un todo que se auto-recrea y se disuelve a la manera del mar con su ir y venir del oleaje. Los panteísmos no son religiones propiamente dichas, pues carecen de la individualidad de Dios y del hombre, sujetos que constituyen la relación o religación.

La Iglesia ha acuñado el concepto de Dios Trinidad basada en la enseñanza de Jesús, que nos ha revelado al Padre y, una vez resucitado, nos ha enviado al Espíritu que une a ambos en el amor y a nosotros con ellos. Lo individual en Dios distingue a las personas. Lo común, las unifica en la única naturaleza divina. Hay quien piensa que los cristianos somos politeístas y adoramos tres dioses. Esta idea no se sustenta en la Biblia. Los estudios sobre la revelación bíblica muestran que tanto la Palabra como el Espíritu se van distinguiendo progresivamente en Dios. De ser atributos divinos pasan a una «personificación», es decir, a tener consistencia de personas, que es lo que nos revela Cristo. Cualquiera que lea el evangelio de Juan entenderá que Jesús habla del Padre y del Espíritu, distintos de él, pero en unidad inseparable de voluntad y de acción pues los tres participan de la única esencia divina.

A pesar de los esfuerzos de la teología moderna por insistir en esta riqueza de la comunión de personas, los cristianos empobrecemos nuestra vida espiritual cada vez que excluimos de nuestra oración a alguna de las tres personas. Así como el Padre, el Hijo y el Espíritu se relacionan entre sí sin perder su identidad, los cristianos hemos de mantener una relación personal con cada uno de ellos. Si por el bautismo somos templos de Dios y morada de su gloria, debemos relacionarnos con cada persona enriqueciéndonos con lo que les distingue. Esto aparece claramente en las oraciones litúrgicas de la eucaristía: nos dirigimos al Padre, por mediación del Hijo en el Espíritu que ora y gime en nosotros, según san Pablo, con gemidos inefables. En la vida familiar no nos relaciones de la misma manera con el padre, la madre y los hermanos. Si vale la analogía, en cuanto hijos, invocamos al Padre; en cuanto hermanos de Jesús, sabemos que es el primogénito que nos precede en todo; y cuando necesitamos verdad, consuelo, fortaleza o cualquier otro don, reconocemos al Espíritu que habita en nosotros y nos enseña a pedir siempre lo que nos conviene. ¡Cómo cambia la perspectiva si valoramos la realidad de cada persona en su armoniosa unidad! Nuestra vida se enriquecerá si entendemos, como decía san Anselmo, que Dios siempre es más grande de lo que el hombre puede imaginar. Incluso aprenderemos a tratar a cada ser humano en su propia individualidad y participación en la única humanidad.

+ César Franco

Obispo de Segovia


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