
Madrid - Publicado el - Actualizado
1 min lectura
La foto que me ha llamado la atención la he visto en El País. Es una foto tomada por Sylvain Tesson. Detrás de esa imagen hay muchas horas espera. Es stá tomada en Changtang, en los confines del Tibet. Recortados en un cielo entre azul y blanco, unos riscos de piedra naranja. Piedras viejas, descarnadas, rodeadas por montañas y soledades rotundas. El tiempo aquí se mide de otra manera, el tiempo aquí convierte mil años en una imaginaria nocturna. Un milenio es el soplo de un ayer. El viento entre las peñas silva siglos, la nieve dibuja eras. Los picos, las vaguadas, la sucesión de sierras y de crestas tienen la forma de una creación armada de paciencia. Las montañas, un día, tras otros, en una sucesión difícilmente imaginable, son un regalo insistente. Y erguido sobre una de las cornisas, con la cabeza algo torcida, apoyándose con fuerza sobre sus manos está el Lepardo de las nieves. Elegantísimo el felino con su capa moteada de príncipe oriental sobre un pecho blanquísimo. Fugaz el gran gato sobre la piedra, visto y no visto. Como una llamarada de belleza esquiva, como todas las bellezas. Tiene el Leopardo de las nieves la música de esas arias tristes, de esas notas que dan forma a la nostalgia de lo imposible, tiene la habilidad su figura huidiza de despertar y de convocar, como todo lo hermoso, el deseo de un paraíso que tenemos en el punto de la lengua pero que se resiste a salir de la memoria y formularse con palabras humanas.