«Los fieles difuntos y la esperanza en la resurrección»

Mensaje semanal de Mons. Mario Iceta Gavicagogeascoa, arzobispo de Burgos, para el domingo, 2 de noviembre de 2025, conmemoración de Todos los Fieles Difuntos

Entrevista al arzobispo de Burgos, D. Mario Iceta, en COPE Burgos
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Mensaje del arzobispo de Burgos para el domingo, 2 de noviembre de 2025

Raúl González

Burgos - Publicado el - Actualizado

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Queridos hermanos y hermanas:

La Iglesia que peregrina se reconoce heredera viva de los que nos precedieron en la fe: los fieles difuntos, la fiesta que hoy celebramos.

Esta solemnidad nos convoca a mantener los ojos abiertos al asombro para ser capaces de mirar el horizonte último de la existencia, esperando la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro, como rezamos al final del Credo Niceno–Constantinopolitano. Pero no lo hacemos desde la pérdida o la nostalgia, sino desde la fe que proclama abiertamente que «si morimos con Cristo, también viviremos con Él» (2 Tim 2, 11).

Hace unos días, leía que la realidad se ve mejor desde los márgenes, contemplando la existencia desde los heridos, los olvidados y los que ya partieron. Y es cierto, porque en la lógica del Evangelio los márgenes son los lugares donde Dios revela su verdad de manera particular: Jesús nació en un establo, vivió entre muchos que no creían en Él y murió en lo alto de una pequeña colina, fuera de las murallas de Jerusalén. Los márgenes despojan de privilegios y presentan con el alma desnuda ante la fragilidad humana, la necesidad de redención y el valor infinito de lo pequeño.

Decía san Juan Pablo II que «solo desde el horizonte de la eternidad, comprendemos el valor del tiempo». En el seno de la Iglesia, la muerte es el margen último de la vida, que los fieles difuntos ya han cruzado y desde donde contemplan la realidad junto a la luz imperecedera de Dios. Este día, por tanto, nos sitúa en esa orilla sagrada donde Cielo y Tierra se cruzan, invitándonos a mirar la vida desde el umbral donde el tiempo termina y la eternidad comienza.

Los fieles difuntos nos enseñan a mirar la existencia como una esperanza que resplandece, porque la fe en la resurrección es el núcleo luminoso de nuestro credo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1 Cor 15, 17). Ellos nos recuerdan que el sepulcro es un umbral, es el tránsito hacia la plenitud de la comunión definitiva con Dios y entre los santos. Y, además, pueden participar de esa santidad cotidiana merced al testimonio de bondad, entrega y amor que sembraron en este mundo. Su memoria atraviesa los siglos, transforma la historia y la orienta hacia su plenitud.

En Cristo Crucificado y Resucitado encontramos nuestro destino definitivo, la promesa de ese amor que es más fuerte que la muerte (cf. Cant 8, 6), esa comunión invisible que une a la Iglesia peregrina con la Iglesia del cielo.

Hoy, en este día santo, ponemos en el centro a aquellos que nos precedieron en la fe, que edificaron nuestras vidas, nuestras familias y comunidades y nos educaron en el arte de creer, esperar y amar. Ellos, quienes corrieron antes la carrera (cf. 2 Tim 4, 7), son la fuente de lo que hoy somos.

Celebrar este día, por tanto, significa caminar hacia adelante con los ojos fijos en el Reino, confiados en la misma esperanza que sostuvo en su camino a aquellos que ya duermen en el Señor. En su resplandor, sus ojos se llenan de vida nueva, porque dejan de mirar con la sombra del pasado para contemplar con la claridad de quien ha sido abrazado para la eternidad, porque en esa luz se reconocen hijos, plenamente amados y vivos en Dios para siempre.

Allí donde el amor vence al tiempo, los fieles difuntos que han cruzado el umbral del Cielo caminan envueltos en la presencia de Dios y, desde esa claridad sin ocaso, nos esperan, nos cuidan y nos acompañan con inmensa ternura.

Con la Santísima Virgen María, pedimos a los fieles difuntos que, desde la eternidad, sigan alentándonos a vivir con la misma fidelidad con la que ellos creyeron; para que cuando llegue nuestra hora de partir, aferrados a la comunión de los santos, podamos decir: «Yo esperaba con ansia al Señor y Él se inclinó y escuchó mi grito» (Sal 40, 2).

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

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