Caminar sin ver por Santander: así se siente vivir un día en la piel de una persona ciega

En COPE Cantabria nos hemos echado a la calle a vivir una experiencia única. Sin ver, con un bastón blanco y el corazón acelerado, descubrimos cómo una baldosa mal puesta o un semáforo sin sonido pueden cambiarlo todo

Álex García

Santander - Publicado el - Actualizado

4 min lectura

Caminar sin ver. No como metáfora, sino como realidad. Salir a la calle con los ojos cubiertos y un bastón en la mano convierte el mundo en algo completamente distinto. Bastan unos pasos para comprender que algo tan sencillo como avanzar por una acera puede convertirse en una prueba de fe, de paciencia y de confianza. 

Hace unos días decidimos ponernos en la piel de quienes viven cada jornada con esa incertidumbre. En Cantabria, 927 personas están afiliadas a la ONCE, y alrededor de un 13 % son ciegas totales. Lo que para la mayoría es rutina, para ellas es un desafío constante. 

 El primer paso: perder el control  

El primer impacto no es la oscuridad, sino el miedo. El miedo a lo desconocido, a no saber qué hay delante. El sonido se multiplica, las distancias engañan, el cuerpo duda. El bastón toca el suelo y se convierte en tus ojos. Una baldosa levantada basta para romper el equilibrio. Una acera estrecha se vuelve un obstáculo. Cada paso requiere concentración, y cada segundo, confianza.

El bastón blanco no es importante por sí mismo, lo es porque las calles deben ser accesibles, las aceras cuidadas y la señalética clara”, explica Sergio Olavarría, presidente de ONCE en Cantabria. Perdió la vista con 18 años y aprendió a convivir con un mundo que, en ocasiones, no está hecho para todos.

Caminar sin ver obliga a escuchar de otra manera, a orientarse por el sonido y el tacto. No hay margen para la prisa. Aprendes a confiar en las voces que te acompañan, en el ritmo del bastón, en la intuición. Es entonces cuando entiendes que la confianza no es debilidad, sino una forma de valor. 

 Una ciudad que todavía no se adapta  

Cruzar una calle puede convertirse en una aventura. Solo Santander y Los Corrales de Buelna cuentan con semáforos sonoros, una medida tan simple como vital para quien no puede ver. Cada pitido marca un paso seguro, cada silencio es incertidumbre.

Olavarría lo resume con calma: “El bastón blanco ofrece la posibilidad de conocer la cadena de accesibilidad, pero el bastón por sí solo no sirve si el entorno no acompaña. Necesitamos que las ciudades sean accesibles para todos.”

Durante el recorrido, el tiempo se distorsiona. Las calles se sienten más largas, los cruces interminables. A veces te orientas por el sonido de una pared o el olor de una cafetería cercana. Y ahí comprendes que no son las personas las que tienen discapacidad, sino los espacios que las rodean. El miedo se quita caminando

Sergio sabe lo que es perder la vista y volver a empezar. Dice que “el miedo se quita cuando uno deja de pensar en que no ve, igual que no piensa en que respira”. Una frase sencilla, pero que encierra toda una filosofía: aceptar, adaptarse y seguir adelante.

Perder un sentido no es el final de nada, sino el principio de otra forma de vida. Por eso la ONCE no solo acompaña: enseña a reconstruirse, a moverse, a ganar autonomía. Detrás hay psicólogos, técnicos de movilidad y profesionales que convierten la adaptación en una nueva oportunidad.

Las administraciones deben pensar en todos desde el inicio, porque la accesibilidad no beneficia solo a las personas con discapacidad; mejora la vida de todos”, recuerda Olavarría. Es una llamada a la empatía, pero también a la acción: adaptar espacios, señalizar bien, eliminar barreras. 

 La lección que deja la oscuridad  

Hace cuatro años, en COPE, contamos la historia de Alan el Ruedas, un joven con atrofia muscular espinal que vive su día a día desde la silla de ruedas y que se ha convertido en símbolo de optimismo. Hoy, aquella historia vuelve a tener sentido. Porque este paseo sin ver comparte con él el mismo mensaje: no rendirse, aunque el camino sea más difícil.

Vivir sin ver te enseña que mirar no siempre implica usar los ojos. Que la empatía no nace de la lástima, sino de la comprensión. Que cada euro invertido en accesibilidad es una inversión en humanidad. Y que las personas con discapacidad no buscan compasión, sino igualdad.

La experiencia deja una sensación clara: la vida puede cambiar en cualquier momento, y nadie está a salvo de perder algo esencial. Pero también demuestra que los seres humanos tenemos una capacidad inmensa para adaptarnos, para levantarnos y seguir adelante.

Y quizás esa sea la lección más valiosa: la accesibilidad no es una obra pública, es una actitud colectiva.

La próxima vez que veamos un bastón blanco en la calle, detengámonos un segundo a pensar qué hay detrás. No son solo pasos: son años de esfuerzo, de lucha silenciosa y de un recordatorio constante de que todos, absolutamente todos, necesitamos que el mundo esté hecho para ser vivido… por cualquiera.

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