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Ad Libitum con Javier Pereda. Hoy: humanista magno

Tiempo de lectura:3Actualizado16 mar 2023

La conmemoración de los 100 años del nacimiento de san Juan Pablo II, nos hace recordar, en palabras de Mijaíl Gorbachov, a “un gran humanista, el más grande, para mí”. O como acaba de calificar en una carta quien fuera su estrecho colaborador Benedicto XVI, de “Magno”. Es una “casualidad” que el papa procedente de Polonia, que padeció el totalitarismo nazi y comunista, sea quien protagonice la caída de Muro de Berlín y guie a la Iglesia católica hasta el tercer milenio. Su personalidad se fue forjando en el seno una familia católica -su madre fallecería cuando tenía nueve años-, y se formó en la Universidad Jagellónica; compaginó sus estudios trabajando en una cantera y en una industria química. Destacó por sus aficiones culturales como el teatro, la filosofía y la poesía; el dominio de más de quince idiomas le libró de la deportación a un gulag y le facilitó la nueva evangelización. Ávido deportista, infatigable montañero, practicó navegar en kayak, la natación o el esquí hasta los 73 años. La persecución religiosa contribuyó a que dedicara su vida al servicio de los demás; ingresó en el seminario clandestino del cardenal arzobispo de Cracovia, Adam Stefan Sapieha. Tres años después, en 1946, se ordenó sacerdote y se trasladó a Roma para hacer el doctorado en Teología: “El acto de fe en la doctrina de san Juan de la Cruz”; aspecto que recordó en su viaje a España en 1982. Con 38 años fue consagrado obispo de Cracovia, y veinte años después fue elegido Papa. Sus 27 años de pontificado se han caracterizado por los 104 viajes apostólicos (tres veces desde la Tierra a la Luna), aunque no pudo cumplir el sueño de visitar Rusia y China.

La caída del comunismo en los países del Este se debe, además de la buena relación que mantuvo el papa Wojtyla con la “Perestroika” (conversión) y “Glásnost” (liberalización) de Gorbachov, por ostentar, como dijo el mandatario soviético: “la autoridad moral más importante del mundo”. La visita a su Polonia natal el 2 de junio de 1979 -siete meses después de su elección- supuso, en palabras del último mandatario comunista Jaruzelski: “el detonante de los cambios”. En esta fecha decisiva, en la plaza de la Victoria de Varsovia, convocó a más 300.000 polacos a quienes volvió a recordar la frase que prefería del Evangelio: “La verdad os hará libres”; mientras exhortaba a la esperanza: “No tengáis miedo”. Stalin llego a minusvalorar la fuerza espiritual de la Iglesia e ironizaba: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. Para quien fuera Persona de año (1994) por la revista Times, su arma fue la oración: “Ven, Espíritu Santo, y renueva la faz de la tierra (…) de esta tierra”. Este fue el inicio de la liberación de un continente de más de 409 millones de personas, mediante la cultura: de rusos (países bálticos), albanos y alemanes orientales, húngaros y checoslovacos, rumanos y búlgaros, yugoslavos y polacos. Unos meses más tarde, el 2 de octubre de 1979, sería recibido en Nueva York por el secretario general de la ONU, Kurt Waldheim, y señaló que “había venido para dar testimonio de la verdad” (evocó el encuentro de Jesús con Pilato).

Para alcanzar la paz, en plena Guerra Fría, fue un defensor de los derechos inalienables, recogidos en la Declaración universal de los Derechos del Hombre; enumeraba algunos: el derecho a la vida, a la libertad religiosa, de conciencia, educación, pensamiento, propiedad, expresión, trabajo, elección del sistema político… Además del Catecismo de la Iglesia Católica y el Código de Derecho Canónico, publicó innumerables documentos y catorce encíclicas; en “Evangelium Vitae”, explicó la verdadera democracia fundamentada en los valores humanos y morales, expresión de la verdad y dignidad humana, y no sólo del criterio mayoritario. Para el régimen comunista, el papa eslavo era el enemigo a batir. El 13 de mayo de 1981, festividad de Nuestra Señora de Fátima (profetizó el atentado y la conversión de Rusia), Ali Agca recibió órdenes de asesinarle en la Plaza de San Pedro; la Virgen le salvó la vida. Aceptó con paciente deportividad el crisol de la enfermedad en sus últimos veinticinco años (atentado, operaciones, Alzheimer), como caricias de la Divina Misericordia (devoción que instauró de su compatriota Faustina Kowalska). A su muerte fue aclamado “Santo súbito” y ahora “Juan Pablo II Magno”.

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