Ha sido muy interesante escuchar hablar al Papa, ya en el avión de vuelta de su viaje a Myanmar y Bangladés, sobre la estrategia de comunicación para que el mensaje llegue. A veces desde fuera, nos enredamos en interpretaciones sobre palabras y silencios; sobre si, por ejemplo, en medio de la atroz crisis humanitaria de los rohingya, el Papa debería o no haber pronunciado su nombre. Durante el viaje, Francisco ha descrito con valentía y prudencia las situaciones y la necesidad de que nadie sea excluido, y eso, en lugar de cerrarle puertas, se las ha abierto, para poder avanzar en las numerosas conversaciones privadas y en los encuentros de oración interreligiosa que ha tenido. Como ha dicho este mismo domingo, tras el Ángelus, ya en El Vaticano, quedan grabados en su recuerdo tantos rostros extenuados por la vida, pero nobles y sonrientes.

Por otro lado, el Papa ha denunciado con claridad que Asia no escapa a las plagas del fundamentalismo que instrumentaliza a la religión y a los estragos causados por una determinada manera de entender la globalización. Y en ese horizonte al Papa Francisco se le iluminan los ojos cuando habla de China o de India. Tal vez en 2018 pueda viajar a la India. El deseado viaje a China, sin embargo, debe seguirse trabajando, sin descanso, desde la oración y los más altos y reservados contactos diplomáticos. La situación de las libertades religiosa, de conciencia o de expresión siguen siendo algunas de las grandes deudas pendientes del gigante chino. A nadie se le escapa lo que podría suponer que ese viaje tan anhelado por el Papa se produjera. De momento, como ha dicho Francisco, aunque se necesita paciencia, las puertas del corazón están abiertas.