Foto de un naufragio. Entre dos azules, azul de cielo y azul de océano, la popa de un gran buque está a punto de hundirse para siempre en un fondo oscuro, en unas profundidades voraces. La proa ya está sumergida. Lo poco que queda a flote parece una barbilla. Bajo la linea de flotación el casco pintado de rojo, por encima de negro. El casco y la cubierta, con algunas antenas, parece el morro de un delfín gigante que estuviera volviendo al agua después de haber dado un salto en el aire. Se hunde el barco lejos de puerto, se hunde sin mucho ruido, acompañado solo de discretos rizos de espuma. Se hunde el camarote del capitán con todas las horas en las que miró el horizonte, se hunden las literas de los marineros con todas las noches en las que suspiraron por volver a tierra, se hunde la bodega con todas las mercancías pagadas con letras de cambio. ¿A dónde van esas muchas horas, esas muchas miradas disparadas hacia un horizonte lleno de sufridas preguntas? ¿A dónde van todas las nostalgias de los marineros, a dónde va todo el trabajo que hizo posible pagar la carga del mercante? ¿A dónde van las palabras que no se quedaron, las palabras sucias, las palabras limpias y las miradas que un día se fueron? ¿A dónde van las migas del mantel? ¿A dónde fueron los gritos, los besos, los gemidos? ¿A donde fueron las ternuras y las aleluyas? ¿Se fueron para siempre? ¿Todos los para siempre son un naufragio, un hundirse por la proa y sin remedio? El mar color de vino no responde y se traga todo. El mar color de vino se rebela con mil tormentas y, después del naufragio, pregunta: ¿a dónde van las cosas de todos los días, las que se hunden?