Muchas personas expresan a menudo su deseo de vivir apasionadamente. La Semana Santa nos ofrece esta posibilidad, en su verdadero y más pleno sentido. Es una Semana repleta de verdad, de pasión por el hombre; una Semana cargada de belleza y de bondad, que sobrecoge y al mismo tiempo esponja el corazón, porque lejos de pasiones artificiales y efímeras, nos invita a la fiesta, que hemos iniciado con palmas y ramos de olivo, sin esconder la realidad de la cruz que se perfila en el horizonte. Es el momento propicio para preguntarnos, como ha hecho el Papa Francisco este domingo, con quiénes estamos nosotros: si con los que alaban y cantan al Señor o con los que quieren hacerlos callar, molestos por tanto alboroto. En medio del bullicio, en estos días festivos, de vivencias tan diversas según los pueblos y las gentes, tenemos una ocasión inmejorable para mostrar la belleza de la fe en la plaza pública. Con nuestro testimonio sencillo y alegre. Sin complejos, conscientes de la necesidad que nuestra sociedad tiene de avivar sus propias raíces, y sabedores de que, con nuestra propuesta, contribuimos enormemente al bien común.