A lo largo de la historia, las tensiones políticas y sociales que han surgido con frecuencia entre la “umma” o comunidad musulmana, se han resuelto siempre sin que resultara afectada, en ningún caso, la supervivencia de la fe islámica, sino todo lo contrario. No parece que la situación de caos que vive en estos momentos Egipto vaya a cambiar nada esta constante histórica, por mucho que se hable estos días de la posible disolución de los Hermanos Musulmanes para restaurar el orden social. El país sigue y seguirá siendo mayoritariamente musulmán y la “sharía”, como acaban de ratificar las nuevas autoridades en su proyecto de Constitución provisional, será su principal referencia legislativa como lo era también en la época del depuesto Mubarak. El problema de fondo no es, por tanto, el cambio de régimen político o el grado de democracia más o menos formal que se establezca, sino un cambio radical de mentalidad que introduzca en la cultura y en las costumbres, la noción de libertad y, sobre todo, de libertad religiosa, como factor de progreso.En este contexto no deja de resultar llamativo que en los últimos catorce siglos, es decir, desde la invasión y ocupación islámica de Egipto, la población cristiana que fue evangelizada por San Lucas, ha supervivido hasta hoy como una minoría acosada por los distintos movimientos fanáticos, pero también respetada por las autoridades locales. En este contexto se inscriben las declaraciones del Gobierno provisional condenando los atentados contra las iglesias e instituciones cristianas y que incluso hayan afirmado que la unión de coptos y musulmanes es una “línea roja” para la restauración de la democracia. En todo caso, la minoría cristiana no tiene necesidad de protección militar sino algo tan simple como trabajar en la construcción del país en un clima de libertad y respeto recíproco. Esta es la gran revolución pendiente no solo en Egipto sino en la mayoría de los países islámicos.