Alexis de Tocqueville y la religión

Antonio R. Rubio Plo escribe en este nuevo artículo sobre la fugura de Alexis de Tocqueville, 160 años después de su muerte en Cannes

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Se acaban de cumplir 160 años de la muerte de Alexis de Tocqueville en Cannes, víctima de la tuberculosis y del exilio interior que estaba viviendo bajo el reinado de Napoleón III. Este pensador francés, de origen aristocrático que fue testigo del paso del Antiguo Régimen a los sistemas políticos liberales, es uno de mis autores favoritos y una continua fuente de inspiración. Fue el autor de La democracia en América, mezcla de descripción de la realidad de Estados Unidos en la década de 1830, y de discurso sobre el porvenir de las sociedades occidentales. En ella no faltan las referencias a la religión que, para este autor, no era un estadio superado por el progreso, sino un rasgo distintivo de la naturaleza humana.

La pretensión de reducir la fe al ámbito privado equivale a rebajarla a un mero sentimiento, algo ajeno al mundo real, a reducirla a la dimensión de lo mágico e irracional, hasta el punto de que no sería razonable mostrar la fe en el espacio público. Esta es la situación que estamos viviendo hoy, pero que Tocqueville intuyó en su época. Nuestro autor no habría estado conforme con este reduccionismo, pues no desligaba la religión de la vida práctica, a pesar de que llegó a confesar que no era un creyente, pues había perdido la fe en su adolescencia por medio de las lecturas de la biblioteca de su padre. Sin embargo, nada de esto le impidió ser toda su vida un hombre de búsqueda, un eterno navegante entre dudas e incertidumbres, al fin y al cabo, razonables. Por el contrario, lo fácil es caer en la postura de la persona que se encierra en sí misma y pretende resolver de forma autónoma las dificultades que se le presentan. Existe un tipo de persona que cree que todo es explicable en este mundo y que no existe nada más allá de su inteligencia. Relativismo, en una palabra. Tenemos aquí uno de los rasgos de ese individualismo que a fuerza de querer ser racional termina en la paradoja de la ausencia de racionalidad, y que Tocqueville tanto aborrecía, sobre todo por ser muy proclive a obedecer ciegamente las opiniones de la mayoría. Y es que el imperio absoluto de la mayoría, según el autor de La democracia en América, marcaría la llegada de un nuevo despotismo, «que deja en libertad al cuerpo y oprime al alma». Habría que combatirlo, sobre todo con la palabra, y de modo especial con la libertad de prensa, indispensable para la supervivencia de la democracia.

El temor del pensador francés a la tiranía de la mayoría, le llevó a hacer este juicio sobre la religión: «La religión fuerza al hombre a la acción y da libertad a su inteligencia, al disminuir su dependencia de las ideas generales de la mayoría». Palabras molestas para cualquier político populista que vea en la religión una competidora, por mucho que el cristianismo, durante la segunda mitad del siglo XX, perdiera o renunciara a los privilegios políticos de la época del Antiguo Régimen. Señalaba con acierto Tocqueville: «Los incrédulos de Europa persiguen a los cristianos como enemigos políticos más que como adversarios religiosos». Para evitar esta politización, nuestro autor tenía presente el ejemplo del modelo norteamericano que diferenciaba entre la esfera religiosa y la política, algo opuesto a la Francia de la Restauración borbónica, cuyo sistema político no duró más de quince años. Asociar a la religión a la política, tal y como se hizo entonces, fue un error que convirtió al cristianismo francés en frágil por haberse vinculado a un efímero poder terrenal.

Por lo demás, Tocqueville también era consciente de que el debate entre laicismo y religión, en el fondo, sólo busca sustituir una fe por otra: «La fe ha cambiado de objeto, no ha muerto». A esa nueva fe, una fe política, parece importarle más el ámbito público, donde estará siempre omnipresente, que el privado, donde quiere arrinconar a las religiones. En el gran panteón de los individualismos caben toda clase de dioses, incluido el cristiano, siempre y cuando no se muevan de su hornacina. La nueva fe política no tiene oídos para escuchar lo que señalaba Tocqueville de que ninguna religión como el cristianismo ha defendido, desde sus orígenes, la libertad y la igualdad. En cambio, parece conformarse con una ética formalista, más de sentimientos y consignas que de fundamentos sólidos, por mucho que presuma de autenticidad. A mí personalmente, me recuerda a la religión romana de la época de los emperadores, en la que lo más importante era participar en una ceremonia pública quemando incienso que creer en todos los dioses del Capitolio.

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