“Siempre promete amanecer”, de Ignacio Eufemio Caballero

¿El mundo es solo un traidor como dice Jorge Manrique en el que todo se pierde, o si su deseo le lleva a encontrar algo más?

“Siempre promete amanecer”, de Ignacio Eufemio Caballero

Pablo Martínez de Anguita

Publicado el - Actualizado

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“Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir”

Así empieza la tercera copla de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Y así empieza la primera poesía de la obra de Ignacio Eufemio:

“Dios te llamó entonces,

¡Es hora de que descanses!, dijo.

Te acabaste.

Y yo me quedé solo.

La poesía de Caballero parece describirnos uno de los cinco ríos del Hades, el Flegetonte, donde al comienzo, el dolor, como diría Platón de dicho torrente “arroja fragmentos de lava en cualquier lugar de la tierra”, de una lava ígnea de nostalgia ante el “destello de la estrella apagada” que “deseo y no apareces”. Siempre el misterio de la muerte que nos remite de nuevo a las coplas de Jorge Manrique:

“Este mundo es el camino

para el otro, que es morada

sin pesar;

Pero si el primero en su madurez contemplando la muerte de su padre nos invita a:

ver de cuán poco valor

son las cosas tras que andamos

y corremos,

que en este mundo traidor

aun primero que muramos

las perdemos.

Caballero, que pierde a su “tallo sagrado”, su abuelo, como joven sufre “la rebeldía del recuerdo” cuando viendo “las puertas del infierno” se “rompe mi alma” y se siente “tentado a no vivir, desnudo a la ilusión eterna”:

Quien es el muerto, sino nosotros

En este coloquio vacío que entablamos

En la lúgubre heredad

¡Lo detesto!

Y sin quererlo plantea si el mundo es solo un traidor como dice Jorge Manrique en el que todo se pierde, o si su deseo le lleva a encontrar algo más.

Los ríos van a dar a la mar que es el morir. Pero Ignacio nos hace ver que no todos “los ríos caudales, los otros medianos y más chicos” se comportan igual. Algunos forman estuarios, otros mueren como han vivido sin darse cuenta de que llegan al mar, y sin dejar sedimentos en sus últimos remansos. Algunos son navegables desde kilómetros atrás, y algunos de ellos además son “ríos de plata” como el que a Ignacio y a su “tallo sagrado” les dejó navegar juntos transformándolos en héroes de sueños infinitos con sombreros de paja. Entonces ¿Cómo es esa desembocadura de la vida en la muerte y del río en la mar?

La poesía de Caballero describe un estuario, donde el autor, el barquero que surca el río de la vida querida y perdida, ya no puede seguir el trote alegre de las aguas de los ríos del Hades cuando éstas se remansan por última y definitiva vez, y dentro de su rebeldía navega, discípulo de tu recuerdo, en un navío de pasión y credo” atento al estuario recorriendo silencioso y contemplativo el significado de su dolor.

Entonces surge el milagro de la vida, no todo está perdido. ¿Quién lleva la razón en este duelo de palabras entre el joven frente al viejo, entre las coplas o. la poesía, y ambos frente al duelo que causa la muerte? Ignacio nos descubre que en el estuario que, a primera vista, parece muerto, quieto, sin vida y lúgubre, hay “un grito que no grita”, y encuentra que “en ese punto quieto, allí y sólo allí, habita la salvación”. Como el hidrólogo que escudriña el río y encuentra en su desembocadura el remanso en el que vienen los peces del mar para encontrar paz y dar la vida a la siguiente generación, como los manglares en los que se esconden cuantos seres pequeños pueblan el océano tropical para reproducirse y colonizar otros cauces, así descubre Caballero, paciente en las horas finales del río, en las que ya no es sonoro ni alegre, el misterio de la vida en el de la muerte; y como en la muerte de algunos ríos, los fecundos, la vida se renueva.

Y esa vida que volverá a remontar los valles y las montañas a contracorriente aguas arriba, como la esperanza remonta en su alma, será la que permita la alegría y el bullicio del agua golpeando las rocas entre el “aleteo de los pájaros y el movimiento de las hojas” cantando en los recuerdos de la infancia, en el nacimiento de otro río en el que seremos entonces cauce y no barquero.

Y esa vida transmitida como descubre Ignacio en su “conversión”, y aquí dejo al lector que lo descubra por sí mismo, remite a un “sendero de Eternidad”, en el que como el mar requiere de los estuarios fecundos para seguir dando vida a los cauces de montaña, los grandes ríos llevan una promesa inscrita para quien sabe observar el estero final: “siempre promete amanecer”.

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