Por una paz duradera

El jesuita Antonio Bohórquez asegura que solo desde una verdad completa será posible terminar la reconciliación comenzada durante la Transición Española

Antonio Fco. Bohórquez, SJ

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Todos sabemos, quizá por experiencia personal, que el mero paso del tiempo no pone punto final a los conflictos pasados. Unas veces simplemente los silencia. Otras, fruto del discurso que elaboramos desde nuestra posición de vencedores o de vencidos, incluso hace aumentar la distancia entre unos y otros. Sin embargo, también sabemos que cuando se solucionan de manera satisfactoria para las partes, es necesario que el compromiso al que se llegó se actualice y cada generación lo haga suyo. Al relato de la ruptura debe sucederle el relato de la concordia en el que el perdón es contenido esencial.

Si esto es así en los conflictos personales, cuanto más en los que atañen a comunidades enteras. Tal vez, como cristianos en España, podemos interpretar el momento presente bien como una oportunidad para ahondar en la herida y reforzar nuestros argumentos, o bien como un reto que se nos lanza para contribuir a su curación y tratar de comprender a “los del otro bando”.

La Transición Española fue un éxito, dentro de lo posible en aquel momento, de la apuesta por la convivencia y la paz sobre antiguas enemistades. Un proceso en el que hay que reconocer y agradecer la generosidad de quienes teniendo el poder renunciaron a él y de quienes pudiendo plantarse se sentaron a dialogar con quienes les habían negado la libertad durante cuatro décadas. Pero el éxito de la sociedad española –que en su momento lo fue de manera innegable y por el que tenemos que seguir orgullosos como país– parece que, visto desde el presente, reposaba sobre arenas movedizas.

No se trata de hacer una enmienda a la totalidad de aquel proceso. No obstante, me pregunto si decir de manera unilateral que las heridas estaban cerradas y que, por lo tanto, no había porqué reabrirlas, ha sido la mejor manera de contribuir a la reconciliación. Negando las legítimas demandas de quienes todavía sufren por aquéllas viejas heridas solo se contribuye a que sigan supurando y contaminando el ambiente social. Solo reconstruyendo un relato completo en el que todos encontremos, por una parte, reconocimiento por el dolor sufrido en nuestras familias, y por otra, perdón por el dolor que causaron los nuestros, podremos seguir avanzando juntos. Así llegaremos a una paz más verdadera que la que traen los cambios de discurso fruto de la alternancia política.

En todas nuestras familias hay víctimas, verdugos y testigos paralizados de un bando y del otro. También en nuestra Iglesia. Otros males que nos han golpeado desde dentro nos han enseñado que debemos colaborar en la sanación de las heridas a veces causadas por algunos de los nuestros y profundizadas por el silencio, la torpeza, o una buena fe mal entendida desde los criterios actuales. ¿Por qué no, también como Iglesia, en vez de callar avergonzados o sacar pecho enorgullecidos, nos sumamos hoy de manera decidida a la reconciliación?


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