García Magán: «Esto no es una empresa, somos Iglesia y tenemos que dar testimonio»

El nuevo secretario de la Conferencia Episcopal asegura en la revista ECCLESIA que se deben buscar relaciones de comunidad basadas en la justicia y poniendo por encima a la persona

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Paso firme. Hombre grande de sonrisa y amabilidad constantes. César García Magán acaba de llegar a la secretaría general de la Conferencia Episcopal y se ha ganado a los periodistas desde el mismo día de su elección, el miércoles 23 de noviembre. Los obispos se han ido a Toledo para elegir al sucesor de Luis Argüello, que ya disfruta de su episcopado en la archidiócesis de Valladolid.

Especialista en Derecho Canónico, tiene una sólida formación, adquirida principalmente en Roma, donde también estudió la carrera diplomática. Es este aspecto el que más ha llamado la atención de los periodistas. Esta «especialidad» la domina bien y ha sido para él «una escuela exigente». Oficial, que ejerció en varios países por todo el mundo. Y es que la diplomacia es una especialidad que don César domina ya que, fue oficial de la Secretaria de Estado del Vaticano en la Sección para los países de lengua española (1991-1995), secretario en prácticas de la Nunciatura Apostólica en Filipinas (1997), secretario de la Nunciatura Apostólica en Colombia (1998-2000), secretario y después consejero en la Nunciatura Apostólica en Nicaragua (2000-2003), consejero de la Nunciatura Apostólica en Francia (2003-2006) y consejero en la Nunciatura Apostólica en Serbia (2006). El 15 de noviembre de 2021 fue nombrado obispo auxiliar de Toledo y el 15 de enero de 2022 recibió la consagración. Como él mismo ha confesado, se conoce bien los pasillos del Vaticano y ahora debe manejarse por las plantas de Añastro: «Una Casa llamada a ser una comunidad». Recién elegido ha recibido a ECCLESIA para compartir con los lectores sus primeras impresiones.

—En sus primeras comparecencias ante los medios de comunicación le hemos visto con simpatía, naturalidad, fuerza y entusiasmo. ¿Cómo asume este nuevo reto en su servicio a la Iglesia?

—Es un servicio que yo no esperaba y lo asumo con discernimiento, viendo que era la voluntad del Señor. Cambia mi vida personal y, sobre todo, mi vida ministerial. Como le pasaba a don Luis Argüello, disminuye ya mi presencia en Toledo, por eso agradezco la generosidad de mi arzobispo, don Francisco Cerro. Este servicio lo vivo en fraternidad, en primer lugar, con los obispos y con todas las Iglesias de España porque la Conferencia es un instrumento de comunión de servicio, de sinodalidad, no solo de los obispos entre sí sino también de todas las Iglesias particulares y de otras realidades eclesiales. En segundo lugar, es un reto ya que nunca antes había trabajado en esta Casa, ¡pero si hasta el primer día tuve que preguntar dónde estaba mi despacho! [Se ríe]. Por mi trabajo pastoral anterior me muevo mejor por los dicasterios de la Santa Sede que aquí, por eso debo aprender de las personas que están en la CEE con tanta experiencia consolidada. Lo bonito en la Iglesia es que nunca partimos de cero, somos un pequeño eslabón más de una cadena que se va prolongando en la historia, en el tiempo, y esa misma cadena, eslabón a eslabón, nos conecta con Jesucristo. Eso es la Tradición de la Iglesia, Tradición con mayúscula. Sientes que sigues construyendo lo que otros antes que tú han hecho con entusiasmo y con servicio.

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—Hacia la opinión pública, los periodistas solemos equiparar la Conferencia Episcopal a un partido político... y al ser un órgano colegiado es difícil que se asuma que la Iglesia no funciona como otras instituciones.

—Este es uno de los retos que hay por delante. Se inscribe en esa línea de sinodalidad de comunión. Porque la sinodalidad es la versión externa, o si queremos, pastoral, de una nota que es constitutiva de la Iglesia, que es la comunionalidad. El Concilio desarrolla su modelo eclesiológico con la imagen de Pueblo de Dios y en ese concepto de Pueblo está la idea de la comunión y la sinodalidad. Por eso, la Conferencia Episcopal es un ámbito de comunión.

—Su currículum diplomático es amplio y en su mochila trae luces largas para caminar. ¿Cree que esta experiencia nos puede aportar todavía más universalidad?

—Sí. Desde Roma se enseña a mirar a la Iglesia con esa perspectiva de horizonte amplio, en esa clave de universalidad, de ir con las luces largas por la carretera, lo cual no significa olvidarte de lo pequeño, de lo concreto. Porque la Iglesia no es solamente mi parroquia o mi diócesis, es esa comunión grande. Y eso también sirve para mantener viva la esperanza. Porque, por ejemplo, en Occidente hay una crisis vocacional, no solo a la vida consagrada sino también a la vida matrimonial, hay una crisis muy grande de transmisión de la fe de una generación a otra. Pero por otra parte vas a las jóvenes iglesias de África, de América, donde viví cinco años inolvidables de mi vida, y ves gente joven en las iglesias. Es lo que más me llamó la atención, ver tantos niños y jóvenes en las iglesias. Y en Oriente hay una Iglesia vivísima. Cuando estaba estudiando la carrera diplomática, antes de acabar nos mandan a hacer prácticas a una nunciatura y tuve la suerte de que me mandaron a Filipinas. Allí estuve un verano; era impresionante cómo se vivía la identidad católica.

—Poco a poco iremos conociéndole más, pero desde su experiencia y conociendo bien el contexto sociocultural de nuestro país, ¿podría definir tres características que marquen su estilo?

—En primer lugar, soy muy consciente de que es un servicio a los obispos y a las Iglesias particulares. En segundo lugar, la coordinación con el presidente. Todo lo que es competencia del secretario general en las relaciones institucionales con la sociedad (ahí no solo están las autoridades políticas, sino que hay otras instancias) siempre tiene que ser de manera coordinada con el presidente, con el que ya he tenido una larga conversación. En tercer lugar, hacer de esta Casa una Comunidad. Esto no es una empresa, no somos una central de una multinacional, somos Iglesia y como somos Iglesia tenemos que dar el testimonio como Iglesia. Debemos buscar relaciones eclesiales y relaciones de comunidad basadas en la justicia de lo que cada uno debe hacer. Pero por encima de eso está la persona. En cualquier relación siempre hay el peligro de etiquetar a las personas y quedarnos en la fachada del cargo, del oficio, pero por detrás de esta fachada hay un ser humano. A mí me gustaría, no sé si lo conseguiré, encontrarme con cada una de las personas que hay detrás de cada oficina, de cada mesa. Y me gustaría también que las personas que estén aquí no se queden en que tengo ahora este cargo de secretario general, sino que vean también mi persona.

—Acaba de llegar, pero ¿cuáles cree que son los temas más urgentes que tenemos sobre la mesa?

—Es muy urgente el tema del primer anuncio. Hay dos situaciones generales, una de bautizados que han dejado la práctica de la fe, a los que hay que hacer una reiniciación cristiana; y otra, cada vez más, donde hay que hacer un primer anuncio, donde hay que anunciar el kerigma. La Iglesia de aquí, de ahora, no puede renunciar a presentarse como buena nueva para todas las personas, porque si no el riesgo es convertirse en una pieza de museo. Hacer la propuesta evangélica para los jóvenes, para los adultos, para los mayores… eso es lo que nos jugamos porque eso es lo que es la vida de la Iglesia. Como dijo Pablo VI, la Iglesia vive por y para la evangelización, es decir, para el anuncio del Evangelio. ¿Cómo hacemos eso? No tenemos la varita mágica, pero hay que hacer la propuesta y no solo por la escasez de las vocaciones. Está también toda esa labor de los laicos, y de la vida consagrada, porque hay una exigencia desde el bautismo. En esa tarea evangelizadora estamos todos y es poliédrica, porque es la diversidad de los carismas, de las vocaciones, de los ministerios que vivimos en la Iglesia. Un padre de familia tiene que ser evangelizador, un profesor tiene que ser evangelizador, no solo el de la escuela católica, sino que con mucho respeto el profesor de una escuela pública, de una universidad pública, tiene que hacer una propuesta porque en una sociedad democrática tenemos el derecho de ofertar, de anunciar, y por supuesto, de respetar el derecho de las personas de acoger o no acoger. Entre otras cosas porque Dios respeta nuestra libertad más que nosotros mismos. Salir y anunciar, y en muchos casos ese es el primer anuncio. Y ese anuncio se hace de muchas maneras, se hace explícitamente con catequesis, pero también se hace, como dice el apóstol Santiago, con las obras que ofrezcamos: «Muéstrame tu fe sin obras y yo por mis obras te mostraré mi fe».

Y ahí está Cáritas, la Pastoral del Migrante, la Pastoral de la Salud… Es decir, tenemos que estar ahí y cuando la gente se pregunte internamente, ¿por qué esta gente hace esto? Porque creemos que el Señor ha resucitado. Eso es lo que hacían las primeras comunidades cristianas, vivían el Evangelio, se lo creían, y viendo esa forma de vida y cómo compartían, el resto de la gente se interesaba, preguntaba… Así se fue expandiendo la fe.

—Ha reconocido que le gustan «las cosas bien hechas». Se ha formado en la escuela exigente de la diplomacia. ¿En qué tenemos que mejorar para anunciar el Evangelio en el mundo de hoy?

—Sí, soy exigente en el trabajo [se ríe]. Tenemos que empezar por empezar a anunciar el acontecimiento pascual, el acontecimiento Jesucristo, porque si eso no se acepta, los dogmas, los preceptos morales católicos, pueden parecer sin sentido porque les hemos quitado la base. Y si desaparece la base y dejamos solo el envoltorio no se entiende. Necesitamos buscar que cada persona descubra el acontecimiento Jesucristo, que se deje interpelar por Él, que se ponga a caminar tras el Señor, que se abra a la escucha de la Palabra de Dios. Como hicieron los de Emaús, iban desencantados, pero se abren al acontecimiento Cristo. Después de esto está la continuidad porque tras ese momento kerigmático tiene que haber un proceso explicativo. Pero eso es un segundo momento porque si empezamos por la moral o si empezamos por el dogma, sin la base, no se entiende nada. Es el peligro de identificar la fe con un moralismo. La fe es más que eso.

—A partir de ahora comenzará a tener encuentros diferentes con instituciones, con el Gobierno. ¿Cuál es su talante y cómo le gustaría afrontar este momento?

—Mi pequeña aportación es ese acervo que traigo de experiencia de mis años de servicio en la Santa Sede y del trabajo en diversas nunciaturas. No solo por los estudios sino porque lo he vivido y comprobado durante muchos años, soy un convencido del diálogo, de la negociación, de la cooperación, que es en definitiva el marco constitucional que tenemos en este país. Porque España no se constituye como un estado laico, entendiendo por laico en un sentido de laicidad francesa. La Constitución Española habla de un sistema de aconfesionalidad, donde no hay una confesión estatal, pero establece un marco de cooperación que implica encuentro, diálogo, escucharse por ambas partes. Implica lo mejor para el ciudadano, que es, en definitiva, la razón última. Ahora en el ámbito de la ciencia política, de la sociología, en las sociedades abiertas se tiende a que haya una cooperación de la sociedad civil a la hora de establecer la gobernanza: si hay que hacer una ley del trabajo, escuchar a los trabajadores, a los empresarios... eso es cooperación. En temas que son de interés común, cooperación. Y soy un convencido de ello. Es muy importante que cuando se afronta un diálogo no quedarnos con el cargo, ya que si buscamos el nivel humano se encuentra siempre un punto de convergencia.

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