Carta del obispo de Segovia: «El resto de Israel»

César Franco reflexiona una semana más sobre el Evangelio del domingo y en esta ocasión profundiza en las bienaventuranzas, la hoja de ruta de los cristianos

César Franco

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Muchos cristianos se preguntan por el futuro de la Iglesia a la vista de la disminución de quienes participan en la vida de la Iglesia, de la escasez de sacerdotes y de la creciente secularización. El abandono de la fe de las nuevas generaciones, al menos en Europa, les hace pensar que la Iglesia remontará difícilmente esta crisis. Las lecturas de este domingo responden, en cierta medida, a estas inquietudes.

El profeta Sofonías, llamado también profeta de los pobres de Yahvé, mira al futuro y dice: «Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor». Y califica a este pueblo con la expresión «el resto de Israel», que se refiere a aquellos judíos fieles que, a pesar de las dificultades, confiarán en Dios y en el futuro del pueblo elegido. El motivo de esta confianza es que Dios no puede fallar en sus promesas. También Jesús dice a sus discípulos que estará con ellos hasta el fin de los días, lo que indica que la iglesia está llamada a permanecer en la historia humana.

El Papa Benedicto XVI, de feliz memoria, decía antes incluso de ser obispo, en 1968, que «cuando Dios haya desparecido totalmente para los seres humanos, experimentarán su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo». Es una descripción exacta del significado del «resto de Israel», pueblo pobre y humilde del que Dios hace brotar la renovación y la salvación para la humanidad.

En la descripción que hace san Pablo de la comunidad cristiana de Corinto, utiliza la ironía para presentarla con esta paradoja: «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso» (1 Cor 1,27). También aquí tenemos como trasfondo la teología del «resto de Israel». Por eso dice el apóstol que en la comunidad cristiana no hay sabios en lo humano, aristócratas ni muchos poderosos. Esta afirmación hay que entenderla bien, porque desde el comienzo del cristianismo en la Iglesia ha habido de todas las clases sociales y cristianos de toda condición. Quiere decir que Dios no ha puesto el fundamento de la iglesia en el poder, la sabiduría humana y el prestigio social, de modo que nadie se gloríe en sí mismo, «sino en el Señor» (1 Cor 1,31). El fundamento de la Iglesia es Cristo, que se ha hecho para nosotros «sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1,30).

Para que no quede ninguna duda de lo que queremos decir, el Evangelio de este domingo proclama las bienaventuranzas de san Mateo, carta magna de la Iglesia. En ellas, Jesús ofrece el retrato de quienes están llamados a ser el pueblo pobre y humilde que durará hasta el fin de los tiempos. Los bienaventurados reflejan el rostro más auténtico del pequeño rebaño que Jesús se escoge como Pastor. Hemos de reconocer que practicar las bienaventuranzas no es nada fácil porque supone ir a contracorriente del pensamiento mundano, en cualquiera de sus manifestaciones a lo largo de la historia. Mientras en el mundo haya hombres y mujeres que acojan las bienaventuranzas y las practiquen con la misma alegría que Cristo las proclamó, la Iglesia, aunque sea un pequeño rebaño, no sólo pervivirá, sino que, como suele ocurrir con los troncos de árboles milenarios, la savia que contienen hará brotar nuevos retoños que anuncien la primavera. No en vano, del viejo tronco de Jesé, de donde había surgido el gran rey David, brotó un renuevo que llevó a su máximo esplendor la dinastía davídica: el Mesías Jesús, el bienaventurado por excelencia, que asegura a su Iglesia la permanencia en la historia para que los hombres participen de la salvación.

+ César Franco

Obispo de Segovia


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