Espero ir a casa
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Unas palabras improvisadas del Papa Francisco, dichas al final de la audiencia general de ayer, han recorrido el mundo como un relámpago. En ellas pedía una oración especial por el Papa emérito Benedicto, que en silencio está sosteniendo a la Iglesia. Francisco añadía que “está muy enfermo” e invitaba a pedir al Señor que lo consuele y lo sostenga en su testimonio de amor a la Iglesia, hasta el final.
No tiene mucho sentido especular sobre la situación de Benedicto XVI que, en todo caso, afronta ya final de su peregrinación en esta tierra. Hay dos cosas precisas y preciosas que dijo ayer Francisco, y que no quiero dar por obvias. La primera: durante estos años de retiro y silencio, Joseph Ratzinger ha estado sosteniendo a la Iglesia. La segunda: el amor a la Iglesia ha sido la estrella polar de su camino, no pocas veces trabajoso, y lo ha testimoniado de todas las formas posibles, con su obra teológica, con su forma de gobernar, a través de su diálogo con el mundo y, en última instancia, con su renuncia al ministerio de Pedro.
Ha conocido mejor que nadie las sombras y las llagas del cuerpo de la Iglesia, jamás las ha escondido. Sin embargo, siempre la ha vivido como un lugar de misteriosa amistad, donde empezamos a gustar la vida eterna. En eso, el gran intelectual, el hombre al que han dibujado con los estereotipos más burdos, el que nunca supo manejar el poder, ha sido un niño hasta el final, un niño en el sentido en que Jesús habla en el Evangelio. Hoy me viene a la memoria su respuesta a un joven sobre cómo sería el Cielo del que habla la Iglesia: "cuando trato de imaginar un poco cómo será en el Paraíso, se me parece siempre al tiempo de mi juventud, de mi infancia… en este sentido, espero ir «a casa», yendo hacia la «otra parte del mundo»".