Madrid - Publicado el - Actualizado
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En la foto de hoy es fácil descubrirse, reconocerse. La han tomado en un cuarto abigarrado de tapices, lanas, sedas falsas o verdaderas. La luz entra por una ventana que está cubierta por un visillo, entra sin fuerza y apenas permite distinguir rojos, negros, amarillos, purpuras. La estancia está decorada para evitar cualquier tipo de vacío, como si su dueño le tuviese miedo a que las paredes, el suelo, los muebles se quedaran desnudos, solos. Junto a la ventana, en un sofá cubierto por paños llamativos, está sentado un hombre de pelo entrecano. Más de la mitad de la cara permanece en tinieblas. Levanta la pierna derecha y se la anuda con los brazos. El hombre tiene la mirada perdida, sus ojos son dos charcos de tristeza, congoja de viejo en el rincón de una ciudad muerta. Congoja crecida y alimentada por la falta de compañía, por el desierto en el que se ha convertido su casa, por falta de cariño y de consuelo. La aflición del protagonista se parece a la que siente quien se ha quedado sin algarabía de niños. Soledad en los rincones de ciudades muertas. El viejo sabe que ni la irrupción de una banda de mariachis, ni el retorno de sus parientes, ni una conversación milagrosa con sus padres resolvería su problema. Podría levantar el teléfono y encargar una pizza de cuatro quesos y luego charlar con el chico que la traiga, podría asomarse a la mancebía, adoptar un elefante, invitar a cenar a la cajera del supermercado, mirarse en el espejo, todo sería inútil. No hay ni ejercicio ni ocupación ni compra ni alquilaje que solucione lo suyo. El viejo lo sabe, el viejo es lúcido, lo suyo es impotencia, lo único que puede hacer es esperar a que alguien llegue.