Madrid - Publicado el - Actualizado
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La foto que me ha llamado la atención la he visto en una sección local de un periódico de Madrid. Retrata un lujoso salón de un palacio. En el suelo moqueta encarnada y alfombra de nudo español, más que una alfombra un tapiz. En el techo una araña de cristal de roca. En las paredes arabescos en oro muy sutil. Por las grades ventanas entra una luz flitrada por delicados visillos. Un mundo de princesas. En tan lujosa estancia se exponen los modelos de grandes modistos. Aquí hay un delicado vestido de falda larga con un gran escote en la espalda. Más allá un palabra de honor encarnado con la falda corta. Y al final, junto a la puerta y un soberbio espejo un elegante traje de noche de color vino para llevar el talle y la cintura muy ceñidos. En medio de la cámara una señora con cuñas veraniegas y un atuendo correcto pero sin pretensiones mira con atención los frutos de la alta costura. Es muy probable que la señora de la foto esté pensando en cómo le quedaría la prenda de noche en la que se ha fijado. Es probable que se imagine vistiendo la falda larga y el palabra de honor. Con unos buenos zapatos, un poquito, no mucho, de peluquería y un maquillaje suave, princesa por un día. De hecho se ve avanzando por ese mismo salón durante una elegante recepción, bien acompañada o sola mientras suena la música en vivo de un cuarteto de cuerda y severos camareros le ofrecen una copa de espumoso. Por fin la princesa que siempre ha sido sería reconocida. Seamos claros, sentirse guapa, sentirse admirada es una necesidad, una necesidad comprensible. Pero a la señora de la foto sus sueños no le engañan, sabe que al descalzarse, al quitarse las joyas, al acostarse en un lecho primorosamente hecho después de una formidable fiesta le asaltaría la misma pregunta que tras una espectacular noche de camping: ¿y después? ¿qué viene después?