Madrid - Publicado el - Actualizado
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La foto que me ha llamado la atención la he visto hoy en La Vanguardia. Es un retrato sin pretensiones especiales. Está tomado en un colegio. Una niña está sentada frente a un pupitre, con una camiseta rosa. En una de sus manos tiene un pincel gordo bañado en pintura verde, y la otra mano que enseña a cámara está salpicada del mismo color. La niña saluda feliz. Sobre una cartulina grande ha dejado su primera obra, en azules, amarillos y morados. La ha firmado con letras grandes: Ca-ro-li-na. Le ríe su alma de niña porque sus manos han puesto sobre el blanco papel lo que lleva dentro. El mundo, en una brocha y en unos trazos se ha hecho moldeable, ha tomado la forma que Carolina le ha dado. Y luego la niña cantará y contará un cuento y la música que saldrá de sus dientes y las historias que relatará moviendo las manos le harán estar contenta porque le parecerá que es fácil pintar, contar, cantar el mundo. La niña, Carolina, crecerá. Y seguirá queriendo pintar, cantar y contar. El alma de la niña se quedará muy despierta dentro de una mujer ya mayor. Y esa mujer para cantar, contar y pintar pasará horas mirando los dos cipreses que hay frente a su ventana, pasará años escuchando caer las hojas de los castaños, pasará décadas viendo volver la tierra resucitar en abril, el campo estallar en amapolas, pasará años en silencio, mirando y remirando, escuchando una y mil veces lo que ya creía saber. Y un día, cuando por fin, todo le parezca nuevo, volverá a manchar sus manos, lentamente, de pintura.