El trabajo de los educadores sociales en Cantabria: "Romper prejuicios"
En Cantabria, 160 jóvenes cumplen medidas de internamiento y dependen del trabajo de estos educadores, que a veces deben gestionar hasta ocho menores en solitario
Santander - Publicado el
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El asesinato de una educadora social en Badajoz a manos de tres menores ha vuelto a poner sobre la mesa las dificultades a las que se enfrentan estos profesionales en su día a día. Un colectivo que trabaja en centros de internamiento y hogares de protección, acompañando a menores con historias de maltrato, abandono o desprotección.
En Cantabria, actualmente 160 jóvenes cumplen medidas de internamiento impuestas por la justicia. Algunos están en residencias cerradas, otros en viviendas de convivencia educativa, pero en todos los casos dependen de educadores y trabajadores sociales que reclaman más apoyo, más recursos y más seguridad para poder desarrollar su labor.
Condiciones difíciles y falta de personal
Uno de los principales problemas es la falta de personal y la sobrecarga de trabajo. En muchas ocasiones, un solo educador tiene que gestionar hasta ocho menores, lo que supone un riesgo tanto para ellos como para los propios chicos.
Cristina Arriaza, presidenta del Colegio Oficial de Trabajo Social de Cantabria, advierte de la falta de recursos en estos centros y de la dificultad de los profesionales para atender cada caso con la dedicación que requiere.
Los educadores no solo supervisan la convivencia, sino que actúan como figuras de referencia, encargándose de la educación, la gestión emocional y el desarrollo personal de los menores. Sin embargo, lo hacen en condiciones difíciles, con turnos exigentes, poco reconocimiento y escasos medios para gestionar las situaciones de conflicto que se generan en estos hogares.
Ojara Alonso, educadora social en un hogar de intervención socioeducativa en Camargo, explica cómo es su día a día. En su centro conviven hasta ocho menores, cada uno con historias personales marcadas por la violencia y la desprotección. Su labor consiste en guiarles, ayudarles a gestionar emociones, resolver conflictos y trabajar con ellos en su proceso de reintegración.
"Nosotros convivimos con ellos como si fuera un hogar, pero con un enfoque educativo, psicológico y asistencial", explica Ojara. "Son chicos con traumas profundos, problemas de conducta y en algunos casos con medidas judiciales".
Los episodios de violencia son una realidad en su trabajo, y aunque los educadores cuentan con formación para gestionar estos conflictos, muchas veces se enfrentan a situaciones de inseguridad.
En su experiencia, muchos compañeros han sufrido agresiones físicas o verbales, y el hecho de que en muchos turnos solo haya un profesional dificulta la respuesta ante estas situaciones. Asegura que, si bien hay medidas de seguridad, la clave está en contar con más personal para evitar que estos episodios escalen.
No son agresores, son víctimas
Pese a la imagen que muchas veces se proyecta de estos menores, Ojara insiste en que no deben ser vistos como agresores, sino como víctimas. "Los problemas de conducta, los estallidos de violencia o su manera de relacionarse con el mundo son consecuencia de lo que han vivido", explica.
Son chicos que han crecido en entornos de maltrato, negligencia o abandono, y el trabajo de los educadores es reconstruir su confianza y ofrecerles herramientas para su desarrollo personal. Sin embargo, este trabajo sigue siendo invisible y poco reconocido.
Por eso, piden más recursos, más apoyo y más visibilidad. "Somos el sostén de muchos niños y adolescentes que han pasado por situaciones gravísimas. Pero si nuestro trabajo no se conoce, no se cuida", advierte Ojara Alonso.
El debate sigue abierto, y los profesionales insisten en que mejorar las condiciones de estos centros no solo es una cuestión laboral, sino también una garantía para la seguridad de los menores y del personal que los atiende.