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SEVILLA

La Semana Santa de Sevilla

La Cuaresma: la antesala de lo que está por venir

Tiempo de lectura: 4'Actualizado 11 abr 2019

Con la llegada de la primavera, las flores de azahar de los naranjos explotan por todas las calles, regando la ciudad de un aroma inconfundible. La Cuaresma, los cuarenta días más largos del año para los amantes de lo efímero, sirven de antesala de lo que está por venir. Los comercios adaptan sus escaparates, la gente pasea con bolsas de las que sobresalen capirotes de cartón, aun desnudos de la tela de penitencia, poco a poco se van desempolvando las túnicas del armario, se celebran veintenas de viacrucis y traslados, se engalanan los balcones con telas rojas y doradas y los pasos van llegando a los templos para anunciar que ya despunta.

 El Domingo de Ramos es, sin duda, el mejor día para entender lo que significa una ciudad como Sevilla. Después de todo un año esperando, de preparación y de nervios, de rezos y de promesas, el sol brilla en el cielo y nos regala la oportunidad de vivirlo como si no hubiera pasado el tiempo de un año a otro. “Domingo de Ramos, quien no estrena no tiene manos”, la ciudad se lo toma en serio y se viste de gala para recibir a su Semana Santa. Desde el barrio del Porvenir se abre la primera de las cincuenta y seis puertas que dejarán pasar las sesenta cruces de guía de las Hermandades que buscan la Catedral durante la semana.

  El paso de la Borriquita es el primero en llegar a la Campana, lugar de convergencia de todos los cortejos que se dirigen al Templo Mayor de la ciudad y que supone el inicio del recorrido oficial durante los días marcados. Este se convierte en columna vertebral de la ciudad, las coordenadas cambian y todo tiene que ver con la ida o la vuelta de las hermandades, los amigos quedan en lugares estratégicos para ver a su Cristo o Virgen más querido en el momento preciso, los niños corren entre las filas de nazarenos en busca del regalo de la cera que riegan los cirios, los mayores se emocionan recordando esos momentos de su infancia y los cofrades… Los cofrades esperan que llegue su día para vestirse la túnica que les reconforta y les reconcilia con sus anhelos más profundos.

 Sevilla es una ciudad diferente, pero sigue siendo la misma. El arte y la religiosidad se funden en un escaparte de color, olor y tradición. Son más de cien los pasos que recorren las calles esos días, que plasman los misterios de la Pasión o pasos de palio que preside una Virgen dulce que llora tras el Hijo. Imágenes que lo significan todo para muchos y que son fiel reflejo de la historia de la ciudad, de la gubia de grandes autores como Juan de Mesa o Martínez Montañés. Muchas de ellas son el germen de una construcción devocional que ha traspasado fronteras: el Señor del Gran Poder, la Esperanza Macarena o el Cristo del Cachorro son ejemplos de aquello, de cómo el mundo reconoce el amor más intenso y más difícil de explicar por aquellos que lo profesan.

  El vocabulario también cambia, las palabras empleadas ya no son las mismas. Todo gira en torno a “cruz de guía”, “capataz”, “levantá” o “chicotá”. Se sale de casa con el programa de mano para no perderse, con la radio en el bolsillo para atender a la última hora del lugar de las hermandades y se aplaude o se está en silencio en función de lo que se esté viendo. Porque en la Semana Santa los olores y los sonidos son importantes, pero también lo es la voz. La voz del capataz que llama, del costalero que manda por debajo del paso, del hombre que canta desde el balcón la saeta o del periodista que la cuenta para que otros la sigan desde cualquier parte.

 Toda la atención está puesta en el centro de la ciudad, pero no hay que olvidarse de los barrios, aquellos núcleos más alejados de la Catedral pero que cada año parecen más cercanos debido al crecimiento que experimentan sus cofradías. Y de la otra parte del río también llegan riadas -valga la redundancia- de fieles y nazarenos. Nada menos que seis hermandades cruzan el puente buscando hacer estación de penitencia, porque Triana también se vuelve protagonista con su devoción más popular y castiza.

  Sin embargo, ningún día de la semana es igual a otro. Ninguna salida de ningún paso, ningún esfuerzo de ningún costalero o ninguna dedicatoria de cualquier “levantá” puede parecerse a otra. Hay cofrades que salen en varias hermandades, que realizan por ende el recorrido oficial más de una vez, pero en ningún caso se convierte en rutina. La tarde es siempre el escenario donde todo comienza y la noche donde todo se desvanece, aunque hay una en especial que es para muchos la más hermosa del año: la Madrugada es el estandarte de presentación para los que son de fuera. Después del Jueves Santo llega el crepúsculo y, tras él, sin duda alguna no acude la oscuridad. La luz de las dos Esperanzas de Sevilla recorren calles y plazas repletas de público, “la bulla”, que no se separa de ninguno de los siete cortejos más numerosos. Desde las doce de la noche hasta las dos de la tarde, la séptima jornada penitencial de la Semana Santa -tras la del Jueves Santo y antes de la del Viernes- se desarrolla sin que ningún instante pase desapercibido.

 Hay quien denomina esas jornadas como “los días centrales” y no se equivoca, pues son los momentos en los que las hermandades más antiguas y reconocibles salen a las calles y el luto toma la ciudad, personificado en los trajes oscuros de los hombres y las mantillas de las mujeres. Aunque esta sea la teoría, la práctica nos conduce al hecho de que nada es comparable. Cada día se pasa de una manera diferente, se busca un lugar distinto para esperar lo que se añora e incluso se vive con más o menos recogimiento o gozo.

  La Semana Santa puede definirse así, como una fiesta que se repite cada año pero que no llega a parecerse lo más mínimo a la anterior. El visitante la vivirá como un descubrimiento novedoso, el cofrade como una novedad por descubrir.

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