El pulso - Excelencia Literaria

El pulso

 

Javi Taylor

Ganador de la IX edición

www.excelencialiteraria.com

 

El motor de la vieja Harley Davidson rugía como una bestia furiosa cada vez que Matías Prats hacía girar el mango del acelerador. ¡Cuántas veces había recorrido aquella carretera cubierta de arena rojiza que atravesaba el vasto desierto mejicano! ¡Cuántos años había aguardado con impaciencia la llegada del trece de marzo para subir a su motocicleta y encaminarse, lleno de esperanzas, a aquellos hangares sucios a las afueras de Tijuana! Y cuántas veces había regresado con la mano adolorida y los ojos llenos de frustración. Pero ahora sería diferente. No lo pensaba, lo sabía. Igual que sabía que aquella tarde el sol volvería a ponerse y que amanecería al día siguiente.

El campeonato “Palancas de Hierro”, que se celebraba anualmente en unos hangares reconvertidos en polideportivos, a las afueras de la ciudad fronteriza de Tijuana, era la competición de pulsos más prestigiosa y lucrativa de todo el continente americano, y posiblemente de todo el planeta Tierra. Cada trece de marzo, hombres capaces de levantar un caballo de tiro con los dedos de una sola mano acudían provenientes de medio mundo: desde los bosques de abetos de Dawson City, en Yukón, Canadá, hasta de las congeladas playas de Punta Arenas, en Tierra del Fuego. Pero solo uno de ellos volvía a su tierra con el cinturón dorado del campeón.

Para Matías Prats aquella sería la sexta vez que mediría sus fuerzas con los otros titanes del continente. En realidad, solo uno de ellos podía retarlo. Sólo uno había sido la causa de sus tormentos, de sus noches en vela y de sus horas de ejercicios extra. Se trataba de Peter Ndeda, conocido como Pete Rompehuesos, un hombre negro como la pez, de mirada despistada y modos tranquilos. No era especialmente alto, incluso alguno podría haber dicho que era bajito, pero el ancho de su antebrazo era tan grande que sobre él se podría haber organizado con facilidad una partida de pimpón.

Matías Prats podía vencer a los borrachos camioneros de Alaska, podía vencer a los altaneros cowboys de Nuevo México y a los campechanos ganaderos de Montevideo, pero cada vez que Pete Rompehuesos se había arremangado la camisa y había clavado el codo de su brazo derecho en la mesa de pulsos frente a él, había acabado con los nudillos aplastados contra la madera.

La última vez que fue derrotado, Matías se había jurado que no descansaría hasta obtener una victoria rotunda. Ya podía hundirse el mundo, ya podía mandar su vida al infierno que al año siguiente habría regresado de Tijuana con la cabeza alta y con el cinturón dorado de Palancas de Hierro enrollado alrededor de su cintura. Vendió su casa, su camioneta, su abono deportivo y a su perro. Solo conservó su Harley Davidson. Alquiló una autocaravana, la llenó de latas de conservas y de botes de proteínas, se compró un manual de ejercicios físicos y se instaló lejos, muy, muy lejos. Nada de internet, ni de televisión, ni de radio. Cero distracciones. Doce meses después había convertido su brazo en una mole indestructible. Estaba seguro de poder doblar cualquier cosa.

Pero cuando llegó a los hangares de la competición, aquél 13 de marzo de 2020, vio que todo estaba cerrado a cal y canto. Miró a un lado y al otro de la carretera, y no vio un alma. Apagó el motor de su motocicleta y se atusó el bigote. ¿Qué broma pesada era esa?

–¡Eeeeeeeeooo! ¡Eeeeeeeo! ¡¿Hay alguien?! –gritó a pleno pulmón.

La única respuesta que obtuvo fue la del eco de sus gritos. ¿Sería posible que se hubiese equivocado de día? Miró el reloj que marcaba las 11.07 del día 13 del mes tres. De nuevo paseó la mirada por las calles vacías de los hangares. Solo se oía el viento y los movimientos lentos de una bandera mejicana que ondeaba en un mástil. Sintió que le hervía la sangre de indignación. Se dirigió con pasos largos hacia la entrada del hangar, cerrada por una puerta corredera de chapa llena de grafitis, y se puso a golpearla con fuerza.

–¡¿Hay alguien ahí dentro?! ¡Oigaaaaan! Por todos los demonios, que alguien abra esta maldita puerta o juro por mi tía abuela Cloide que la arranco a golpes.

–¡Arriba las manos!

Dos policías lo apuntaban con sus revólveres desde detrás de un coche patrulla, a cincuenta metros de distancia.

–¡No te muevas un centímetro! ¿Qué diablos haces aquí? –gritó el que tenía pinta de jefe.

Matías los miró sin entender nada. Se fijó que los agentes tenían la boca y la nariz cubiertas por una mascarilla verde y las manos envueltas en guantes de plástico. Cuando finalmente levantó las manos, los dos policías se le acercaron. Mientras uno no dejaba de apuntarle, el otro guardaba el revólver y extraía unas esposas que llevaba enganchadas en su cinturón.

–Como intentes algo raro, te volamos la cabeza, amigo –dijo el de las esposas, mientras le cogía las manos con cuidado y se las juntaba.

Aquello era demasiado. Le iban a dejar sin campeonato y se lo iban a llevar esposado. Cuando sintió el metal frío cerrarse alrededor de su muñeca derecha, una sacudida de indignación le recorrió el cuerpo y no pudo contenerse: con un movimiento brusco abrió los brazos, rompiendo por en medio la cadena de las argollas, y le lanzó un puñetazo al policía de la pistola, dejándolo noqueado en el suelo. Su compañero se llevó la mano a la funda del revólver, pero antes de lograr sacarlo ya estaba volando con la marca de unos nudillos en su mejilla izquierda. Matías vio que en el asiento delantero del coche patrulla un tercer agente, con cara de susto, se llevaba a la boca el trasmisor de la radio.

–¡Aquí el agente Campbell! ¡Solicito refuerzos urgentemente! Tenemos un posible infectado rebelde en los hangares de la zona cinco. Un tipo enorme. Envíen una patrulla de Inhibición Pandémica.

Matías intentó correr hasta su motocicleta, pero dos disparos le reventaron los neumáticos. En menos de un minuto, dos camionetas policiales y un helicóptero aparecieron por la línea de la carretera. Los hangares se llenaron de sirenas de policía. Había perros, escopetas y mallas metálicas. Todos los agentes llevaban los mismos guantes de plástico y las mismas mascarillas verdes cubriéndoles la cara. Acorralaron a Matías, le taparon la cabeza con una bolsa de tela y le rociaron de arriba abajo con una manguera a presión. Luego lo introdujeron en el asiento trasero de un coche patrulla y lo llevaron directo a la cárcel de Tijuana.

–Oigan, les digo que yo no empecé. Fueron sus amigos los que vinieron a tocarme las narices. Yo solo estaba ahí, en la puerta del hangar, preguntando si había alguien, cuando me vinieron esos dos con sus pistolas.

–¿Y te parece poco eso de pasearte por aquí, al aire libre, sin ningún tipo de escrúpulo? ¿Es que quieres matarnos a todos? Te van a caer unos cuantos años, te lo aseguro.

–Pero bueno… ¿Qué tiene de malo pasearse al aire libre? Ni que fuera un crimen.

El policía que iba de copiloto se giró sorprendido, con los ojos muy abiertos. Luego miró a su compañero.

–Te digo que este tipo está loco.

Cuando llegaron a la prisión, le dieron ropa nueva y quemaron todas sus cosas. Después lo condujeron por unas escaleras de metal que bajaban a un pasillo muy oscuro lleno de celdas.

–Dicen que la luz eléctrica facilita el contagio –explicó el guardia–. Las celdas están llenas, así que tendrás que compartir habitación.

La puerta enrejada se cerró de un golpe y el guardia se marchó, dejándolo sumido en la más negra oscuridad. Al fondo escuchó la respiración de su compañero de celda.

–Oye, tú –le preguntó en cuanto dejó de oír las pisadas del guardia–. ¿Me puedes explicar qué está pasando? ¿Qué es eso del contagio, de las máscaras y todo ese rollo?

–Vaya; así que no soy el único zoquete que no se había enterado –respondió el tipo, con un tono de voz que a Matías le resultó remotamente familiar–. A mí también me encarcelaron por pasear al aire libre sin mascarilla. Precisamente esta mañana. Por lo visto, durante los últimos meses hubo una epidemia: un virus muy chingón, como dicen aquí. Cundió el pánico entre la población y se impuso un estado permanente de emergencia. Escuelas cerradas, ciudades aisladas, gente aprisionada dentro de casa. Casi que no puedes ni asomar el morro por la ventana. Suena de locos, ¿verdad?… ¿Cómo es que no habías oído nada? Las noticias no hablan de otra cosa.

–Digamos que estuve concentrado en otros asuntos –respondió Matías, sin ganas de darle explicaciones–. ¿Y qué hay de ti? Dijiste que tampoco sabías nada cuando te detuvieron.

–Tenía un campeonato de pulsos en Tijuana que no me podía perder –respondió la voz–. Llevaba nueve meses encerrado en una habitación, preparándome para la competición, que justo iba a ser hoy, a las afueras de Tijuana. ¡Qué rabia!… Con las ganas que tenía de estrujarle los dedos a ese bigotudo.

Matías pensó unos segundos antes de responder:

–Compañero, me suena tu voz ¿Cómo te llamas?

En la oscuridad de la celda brilló una sonrisa de dientes muy blancos.

–Por aquí me dicen Pete.

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