Criaturas - Excelencia Literaria

Criaturas

Esther Castells

Ganadora de la III edición

www.excelencialiteraria.com

Estamos en febrero; ya casi se respira la primavera. Lo intuyo en la luz que cada día nos acompaña un poco más de tiempo y nos invita a salir al exterior. Poco a poco decimos adiós al invierno, aunque no del todo: en ocasiones la estación de las hojas caídas y el sol desvaído no nos abandona, y su gélida belleza nos acompaña incluso durante todo el año. Al menos, así ocurre en mi caso.

Como hija de noviembre que soy, una pizca de su misterio permanece siempre conmigo: sus fiestas, su folklore y, por supuesto, sus lecturas. Esas cuyo denominador común es lo sobrenatural, en las que el velo entre un mundo y otro se hace más fino, y me hacen dar la bienvenida al abanico de criaturas que supuestamente viven entre nosotros, pero fuera del alcance de nuestra vista.

El terror es un género que me cautiva desde la niñez. Era el capricho al que accedía mi madre cuando me compraba un nuevo ejemplar de las “Pesadillas” de R.L Stine. A mis treinta y dos años continúo siendo aficionada al suspense y los sustos, tanto en novelas como en series y largometrajes.

El terror es un género un tanto denostado porque se asocia a lo escatológico: sangre, vísceras y el gore más puro. Pero el verdadero terror no es el que produce el cuchillo que sostiene el asesino detrás de una puerta, sino el invisible, el que solo se intuye. Es la llegada del padre Merrin en “El exorcista”, envuelto en la niebla y en la melodía de Mike Oldfield. Es Anthony Hopkins abriendo el ataúd de Lucy, en “Drácula”. Es Kenneth Branagh intentando librarse de la criatura que ha salido de sus manos.

En definitiva, engloba todo aquello que no podemos tocar ni ver y, por supuesto, comprender. Su presencia nos acelera el corazón y nos seca la garganta, y de pronto un grito se congela en nuestra boca, como el visitante que en su alcoba se queda aterrado ante el espíritu de la señora Linton.

Todavía me estremece el Frankenstein que leo en mi cama, y temo la aparición del fantasma de Catherine en mi ventana, y me angustio junto a Jonathan Harker durante su periplo por Transilvania. Incluso me sobrecoge la redención de Don Juan Tenorio al final de la obra de teatro. Aquí en España era costumbre acudir al teatro en noviembre para atender la representación del texto de Zorrilla, pero con el paso del tiempo lo hemos sustituido por “La matanza de Texas”, “Scream” o cualquier otro clásico con el que formar un maratón que contente a los amantes de un terror simplón.

El miedo constituye una emoción que muchos no entienden como placentera, a no ser que seas, como yo, devota de sus artífices. Además, me transporta a tiempos felices, donde mis temores eran las presencias que se escondían debajo de mi cama, en vez de las preocupaciones de adulto con las que me he visto obligada a sustituirlos.

A veces, cuando de noche el viento agita los árboles o llega una tormenta, si releo a Mary Shelley o Emily Brontë; si escucho a Ryuichi Sakamoto o veo “El Exorcista”, una parte de mí vuelve a esa época y sonrío porque la niña de antaño da la bienvenida a sus viejos amigos y, como a los vampiros, lo invita a entrar.

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