Lápices de colores - Excelencia Literaria

Lápices de colores

Ana Santamaría

Ganadora de la XIII edición

www.excelencialiteraria.com

 

 

Como cada mañana, Mundo se dispuso a encender la luz. Le pidió al Sol que vistiera de rosa los cielos y que colara sus rayos por entre las ventanas de las casas. Le pidió a la Luna que se ocultara tras el manto celeste y que, junto a las estrellas, se limitara a observar hasta que llegara la noche. Fue observando cómo, uno a uno, los habitantes de aquella parte de su Tierra se iban despertando. Le gustaba ver cómo empezaban su rutina, cómo algunos corrían porque llegaban tarde a cumplir sus tareas y cómo otros caminaban tranquilos hacia sus puestos de trabajo.

Mundo conocía bien a todos los hombres. Los veía nacer, los acompañaba al crecer, les regalaba sus mejores paisajes, observaba como caían, se levantaban y volvían a emprender el camino de la vida y, con dolor en su ardiente corazón, los veía abandonar el lugar donde fueron libres. Muchos de ellos le agradecían el regalo de su Naturaleza, pero otros pasaban indiferentes mientras otros luchaban por mejorarla y solo unos pocos lo conseguían.

Aquella mañana, Mundo decidió observar un instituto de una pequeña ciudad. En una de las clases, una profesora llamada Sandra hablaba a un grupo de alumnos de bachillerato. Al ver a uno de los chicos de última fila un poco distraído, le gritó enfadada:

—Juan, no sé adónde vas a llegar con esa actitud. A estas alturas del curso, deberías estar preparando la Selectividad, en lugar de pasarte todo el día haciendo dibujitos en el cuaderno.

Luego, dirigiéndose al resto de los alumnos, añadió:

—Está en juego vuestro futuro, chicos. No es ninguna broma. Si no estudiáis ahora, cuando lleguéis al mercado laboral no vais a encontrar quien quiera contrataros. Entonces, cuando os veáis en el paro, con un alquiler que pagar y el agua al cuello, os acordaréis de mí.

Los estudiantes, cansados por haber escuchado aquel discurso tantas veces, ni siquiera se sorprendieron. Solo Juan dio un brinco en su silla cuando la profesora se dirigió a su mesa para arrancarle de las manos el dibujo.

—No vas a arreglar el mundo haciendo dibujitos —le afeó.

Mundo, lógicamente, se dio por aludido.

«Esta mujer no entiende la verdad de las cosas», pensó.

En la sala de al lado, un par de horas más tarde, los miembros del comité directivo del instituto discutían sobre los contenidos que debían incluirse durante el curso.

—Opino que deberíamos limitarnos a dar lo establecido en el programa. Al fin y al cabo, a los alumnos de bachillerato lo que les interesa es sacar la máxima nota en el examen de acceso a la Universidad. ¿Para qué más? —dijo el subdirector.

—Te entiendo, Luis, pero no estoy de acuerdo. Debemos inculcarles el deseo de aprender y no limitarnos a lo establecido. ¿A cuántos de vosotros os apasiona vuestro trabajo? —preguntó la coordinadora docente.

Tres o cuatro miembros de la sala alzaron la mano.

—¿Y no os ilusiona transmitir conocimientos? Nuestros alumnos desean recibirlos, aunque no sean conscientes de ello. No quieren dinero, por mucho que digan que es lo único que les interesa. Quieren felicidad, y jamás la tendrán si no les enseñamos a disfrutar del conocimiento.

—Tú siempre tan profunda, Marta. Pero, ¿qué harán con mucho conocimiento y poco dinero? La vida es más dura de lo que insinúas. No seamos ilusos. ¿Vamos a unirnos nosotros también a esa patraña de cambiar el Mundo? ¡Por favor! El Mundo ya está demasiado arruinado como para que treinta alumnos de bachillerato jueguen a cambiarlo —opinó Sandra, la profesora que antes le había arrebatado a Juan su dibujo.

Una vez más, Mundo miró apenado a aquella persona y pensó:

«Sandra, querida, te queda mucho por aprender».

Siguió revisando aquel instituto, mirando en cada clase y en el interior de cada alumno, sintiendo cada risa y también cada lágrima.

Desde aquel día se paraba para ver a Juan mientras dibujaba distraído al tiempo que sus profesores daban la clase.

Con el transcurrir de los años, Mundo no se olvidó de aquellos que tenían algo importante que hacer. Siguió la vida de Juan con un cariño especial. Se sintió un observador privilegiado al estar presente cuando se matriculó en la licenciatura de Bellas Artes y durante las horas que pasaba en su pequeño estudio, inmerso en sus trabajos e inspiraciones. Lo vio graduarse y cómo se dedicaba a hacer ilustraciones para pequeñas editoriales, para luego hacerlas para otras más importantes. Le vio en sus ratos libres, cuando hacía pequeños «garabatos», como él los llamaba, para regalárselos a los niños que se iba encontrando por la calle. Vio cómo dio un paso más, colaborando en la decoración de centros de menores, orfanatos y hospitales. Pronto sus dibujos empezaron a hacerse visibles por toda la ciudad. Juan pasó de ser un adolescente distraído a un adulto apasionado. Y Mundo vio cómo Juan era feliz. Muy feliz.

Pero Mundo, por supuesto, no se olvidaba tampoco del resto de las personas. Un día clavó los ojos en la habitación de un hospital. En aquella zona de oncología infantil no solían encontrarse muchas alegrías. Y, sin embargo, algo le decía que permaneciera mirando un rato más. En la sala había una niña de unos seis años, con la cabeza desnuda y el alma llena de confusión. Su madre, Sandra, la miraba disfrazada de sonrisa y con el alma hecha pedazos. No podían hacer otra cosa. De pronto la niña descubrió un papel en la mesita de noche y le pidió a su madre que se lo acercara. Mundo contempló emocionado cómo a aquella criatura se le iluminaban los ojos.

—Mira, mami… ¡Es precioso!

Sandra, intrigada, se inclinó para verlo. Unos trazos representaban a un perro, pero en realidad era mucho más que eso. Mundo, que la conocía bien, leyó en su rostro cómo de pronto le volvía el recuerdo de un niño a quien ella le había arrebatado sus dibujos en el instituto. Incluso reconoció en aquel boceto el mismo dibujo que una vez le quitó y que, en ese momento, tenía su hija entre las manos. Mundo derramó una lágrima de alegría. Y Sandra derramó otra al comprender lo equivocada que había estado durante tantos años.

La Tierra aquel día se convirtió en un lugar mejor. Había bastado el dibujo de un perro recogido por el sueño de un adolescente y sus lápices de colores.

 

 

 

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