Críticas de los estrenos de cine del 29 de noviembre
Análisis de los estrenos de cine de esta semana: Jerónimo José Martín y Juan Orellana comentan “Frozen, el Reino del Hielo”, “Jappeloup. De padre a hijo”, “De tal padre, tal hijo”, “Diamantes negros”, “El Consejero”, “Mis días felices”, “Las mejores cosas del mundo”, “La buena hija”. “Diablo”, “Viral”, “Bienvenidos al fin del mundo”, “¡Menudo fenómeno!”, “Juego de espías” y “Los recuerdos de hielo”.
Frozen, el reino del hielo
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Basado en el cuento “La Reina de las Nieves” (1845), del danés Hans Christian Andersen, este largometraje número 53 de los Walt Disney Animation Studios ha sido producido por Peter Del Vecho (“Tiana y el sapo”, “Winnie the Pooh”), y dirigido por Chris Buck (“Tarzán”, “Locos por el surf”) y Jennifer Lee, coguionista de “¡Rompe Ralph!”, que debuta así tras la cámara. La película da continuidad a la recuperación del espíritu clásico de la productora de Burbank, iniciado en 2010 con “Enredados”, y ofrece un sabroso cóctel de emotivo melodrama fraternal, fresca comedia romántica, hilarantes parodias anacrónicas e imaginativas aventuras fantásticas.
Hijas de los Reyes de Arendelle, la heredera al trono Elsa y su hermana menor Anna se llevaban genial de niñas hasta que la primera hirió gravemente a la segunda ejercitando su mágico poder para crear hielo y nieve de la nada. Tras muchos años de traumática separación, las dos hermanas se reencuentran el día de la coronación de Elsa. Pero el don de ésta se descontrola y provoca accidentalmente un perpetuo invierno en el reino. Así que Elsa huye a lo más alto y perdido de las nevadas montañas, se construye allí un palacio de hielo y se convierte en la Reina de las Nieves. Entonces, Anna deja al frente del reino al apuesto príncipe Hans, y emprende la búsqueda de su hermana con la ayuda del tosco vendedor de hielo Kristoff, su inteligente reno Sven y el parlanchín muñeco de nieve Olaf.
La trama se desarrolla a ritmo trepidante a través de una espléndida animación 3D, muy espectacular en sus efectos estereoscópicos —sobre todo en las espectaculares secuencias de acción— y ciertamente antológica en lo referente a diseños de fondos y personajes, y a la expresiva gestualidad de estos últimos, sobre todo de humanos y animales. Cabe elogiar también la esmerada ambientación y el original vestuario, en gran medida inspirados en la cultura noruega y, concretamente, en el pueblo lapón o sami. El conjunto se redondea con la bella banda sonora de Christophe Beck, que incluye pegadizas canciones al estilo Broadway, compuestas por los especialistas Robert López (música) y su esposa Kristen Anderson-Lopez (letras). Más discutible resulta la inclusión de alguna fugaz broma gay, un tanto irritante.
“Frozen: El Reino del Hielo” se estrena precedida del magistral cortometraje “Get a Horse!”, dirigido por Lauren McMullan. Se trata de un originalísimo, divertido y vibrante homenaje a los primitivos cartoons de Mickey Mouse, resuelto mediante las técnicas más avanzadas de 3D estereoscópico.
En 1980, el francés Pierre Durand abandonó su prometedora carrera como abogado, y volvió a dedicarse en cuerpo y alma a su gran pasión: la cría, instrucción y montura de caballos para salto de obstáculos, en las que ya había destacado durante su juventud. Apoyado por su padre el criador ecuestre Serge Durand (Daniel Auteuil), su esposa la ex amazona Nadia (Marina Hands) y la cariñosa moza de cuadra Raphaëlle (Lou de Laâge), Pierre lo apuesta todo a un joven caballo, Jappeloup, en el que casi nadie cree, pues es demasiado pequeño, rebelde e imprevisible, aunque goza de una portentosa capacidad de salto. Prueba tras prueba, el dúo progresa, gana campeonatos importantes y se impone en el mundo de la equitación. Pero, en 1984, jinete y caballo sufren un estrepitoso fracaso en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Entonces, Pierre toma conciencia de sus propios fallos y limitaciones, y se prepara a fondo para competir en las Olimpiadas de Seúl 1988.
Más de dos millones de espectadores han visto en Francia esta emotiva y vibrante película, basada en hechos reales, y que dirige con muy buen pulso el versátil cineasta canadiense Christian Duguay, responsable de entretenidos filmes de género —como “Hilo mortal”, “Asesinos cibernéticos”, “Caza al terrorista”, “El arte de la guerra” o “Riesgo extremo”— y de magníficas tv-movies, como “Juana de Arco” o “Coco Chanel”. En gran medida, la clave de la solidez de la película reside en su férreo guion, escrito por el actor y director francés Guillaume Canet (“Pequeñas mentiras sin importancia”, “No se lo digas a nadie”), que imprime a la trama un ritmo creciente, en el que las emocionantes competiciones deportivas —filmadas por Duguay con una tensa planificación— se enriquecen con el profundo retrato de todos los personajes y de sus afilados conflictos dramáticos. En este sentido, la película desarrolla una profunda, matizada y luminosa visión de las relaciones paternofiliales, conyugales y de amistad, así como del verdadero sentido de la competición deportiva. Todo esto, claro, facilita el lucimiento como actor de Canet —magnífico también como jinete— y del resto del sobresaliente reparto, sobre todo de la bella Lou de Laâge, que llena la pantalla cada vez que aparece.
Como la acción de la película abarca 20 años, a ratos decae un poco el ritmo del montaje de Richard Marizy. Sin embargo, el interés por la historia se mantiene gracias a las cualidades ya señaladas y al esmerado diseño de producción de Emile Ghigo, la preciosa fotografía de Ronald Plante y una inteligente selección de filmaciones de archivo. También ayuda mucho la épica partitura de Clinton Shorter, completada con unas cuantas espléndidas canciones de los años 80 del siglo pasado. En este sentido, “Jappeloup, de padre a hijo” tiene una factura más hollywoodiense que europea, en el mejor sentido de la comparación. Y, desde luego, es una dignísima heredera de otras películas de las últimas décadas sobre temas hípicos, como “El corcel negro”. “Belleza negra (Un caballo llamado Furia)”, “La leyenda de Silver Brumby”, “El hombre que susurraba a los caballos”, “Corriendo libre”, “Spirit: El corcel indomable”, “El caballo del desierto”, “Seabiscuit”, “Océanos de fuego (Hidalgo)”, “Héroe a rayas”, “Dreamer”, la saga “Flicka”, “Ruffian”, “La leyenda de Moondance Alexander”, “Secretariat”, “War Horse (Caballo de Batalla)” o “Amazing Racer”.
De entre los numerosos directores asiáticos que han conquistado Occidente, por esa mirada humanista que a menudo ha perdido nuestro cine, brilla con luz propia Hirokazu Kore-eda. Este cineasta, nacido en Tokio en 1962, nos ha dejado diversas películas que ofrecen una mirada profunda sobre el ser humano y sus relaciones de pertenencia. Por poner algunos ejemplos, “Nadie sabe” (2004) indagaba duramente en la responsabilidad en las relaciones familiares; “Still Walking” (2008) planteaba las difíciles relaciones intergeneracionales; “Air Doll” (2009), más escabrosa, se centraba en el drama de la soledad; y “Kiseki (Milagro)” (2011) ensalzaba los vínculos de fraternidad. Ahora, en “De tal padre, tal hijo”, Kore-eda entra de lleno en las relaciones padres-hijos de una forma tan original como radical. La película ganado este año el Premio del Jurado y una Mención Especial del Jurado Ecuménico en el Festival de Cannes, y el Premio del Público en el Festival de San Sebastián.
Ryota Nomoniya (Masaharu Fukuyama) es un padre de familia adinerado y autosuficiente, que educa en el rigor y la disciplina a su hijo Keita (Keita Ninomiya), de seis años. Un día, su mujer Midori (Machiko Ono) y él reciben una llamada del hospital: Keita no es su hijo. Cuando nació, el hospital lo cambió por descuido con otro recién nacido. El segundo matrimonio damnificado es el contrapunto del primero. De condición humilde, Yukai (Yoko Maki) y Yudai Saiki (Lily Franky) mantienen como pueden a su numerosa prole, en un ambiente mucho más distendido, en el que los hijos juegan más y pasan mucho tiempo con su padre, incluido el revoltoso Ryusei (Shogen Hwang). Las antagónicas familias se reúnen para ver cómo y cuándo se realiza el intercambio de Keita y Ryusei.
El filme plantea un tremendo dilema en el que está en juego una forma no sólo de entender la educación, sino de entender la vida y sus escalas de valores. Como siempre, Kore-eda huye de los planteamientos simples, que cercenan las aristas de la vida. No hay nada ingenuo ni angelical, y el filme describe las carencias de los personajes, sus contradicciones, debilidades y egoísmos. La cámara trata de ser un testigo equidistante que no juzga a ninguno de los personajes. Pero, al final, siempre existe una posibilidad humana de dar un paso hacia adelante. Una película muy interesante, de ritmo y estética orientales, pero muy universal por las llagas en las que pone los dedos. Aire fresco en la era de la épica digital.
Amigos desde la infancia, Amadou (Setigui Diall) y Moussa (Hamidou Samaké) tienen dieciséis años, viven pobremente en Bamako (Mali) y sueñan con convertirse en estrellas de fútbol. Así que, cuando un ojeador español (Guillermo Toledo) les propone representarles en Europa, le entregan todos los ahorros de sus familiares y amigos, y marchan con él a España. Pero una vez allí, comprobarán trágicamente que las cosas no son como les habían prometido, ni como ellos esperaban. Tras ser probados por un modesto equipo español, Amadou firma con un nuevo representante (Carlos Bardem) y prueba suerte en Portugal, mientras Moussa lo pasa fatal hasta que le surge una oportunidad en Tallin (Estonia).
Premio del Público en el Festival de Málaga 2013, “Diamantes negros” es el tercer largometraje del cartagenero Miguel Alcantud (“Impulsos”, “Anastezsi”), realizador en los últimos años de diversos episodios de las series televisivas “El internado” y “Águila Roja”. Aunque está rodado con sobrio realismo —casi como un documental—, interpretado con veracidad y bien acompañado por una sugerente banda sonora, el filme se resiente de un guion demasiado plano y previsible, poco fluido en el desarrollo de sus acciones paralelas, y que sólo en contadas ocasiones alcanza la emotividad que pretende. De todas formas, la película funciona bastante bien como rotunda denuncia de las lamentables actividades ilegales del negocio del fútbol profesional, que han llevado a Europa a unos 20.000 menores africanos, dejando a muchos de ellos en situaciones dramáticas. En este sentido, resultan acertadas las implícitas comparaciones de Alcantud con la trata de mujeres.
Habitual candidato al Premio Nobel para algunos, el septuagenario escritor estadounidense Cormac McCarthy ha visto cómo eran llevadas al cine, con relativo éxito, sus novelas “Todos los caballos bellos”, “No es país para viejos”, “La carretera” y “Child of God”. Ahora debuta como guionista y productor en “El Consejero”, violento thriller dirigido por el inglés Ridley Scott (“Alien”, “Blade Runner”, “Thelma & Louise”, “Gladiator”, “Red de mentiras”, “Prometheus”). El resultado es muy decepcionante.
Todo el mundo llama El Consejero (Michael Fassbender) a un respetado abogado texano que vive feliz con su novia Laura (Penélope Cruz) tras haberse enriquecido asesorando a tipos sin escrúpulos. Como Reiner (Javier Bardem) y su frívola ayudante Malkina (Cameron Díaz), conectados con un poderoso narcotraficante mexicano (Rubén Blades). Éstos proponen a El Consejero coordinar una ambiciosa operación de tráfico de drogas al margen del cártel. Y El Consejero acepta tras consultarlo con Westrey (Brad Pitt), un turbio especialista en ese tipo de trapicheos. Pero, en cuanto se ponen en marcha, los mexicanos responden con extremada crueldad.
Ciertamente, Scott sale más o menos airoso en su impersonal puesta en escena, especialmente en las escasas secuencias de acción. Pero la convencional imitación del estilo de Quentin Tarantino y de los hermanos Joel y Ethan Coen, que intentan la realización de Scott y el guion de McCarthy, decanta en una trama confusa, aburridos diálogos y monólogos sin sustancia, fallidos golpes de humor negro, morbosas escenas sanguinolentas y grotescas acrobacias sexuales. Pero, sobre todo, genera unos personajes de cartón-piedra, enormemente arquetípicos, que dejan en muy poco los esfuerzos del estelar reparto —sobre todo de Michael Fassbender— y casi nunca logran implicar emocionalmente al espectador con sus levísimos dilemas morales, siempre enfocados desde un desolador pesimismo.
Caroline (Fanny Ardant) es una mujer francesa que se jubila como dentista nada más cumplir 60 años. Atrapada en un matrimonio aburrido y traumatizada por la reciente muerte de su mejor amiga, Caroline goza de un montón de tiempo libre, pero no sabe qué hacer con él. Entonces, sus dos hijas (Eléonore Bernheim y Maud Le Guenedal) le regalan un bono de prueba para un centro social en el que imparten talleres de teatro, cerámica, ordenadores, baile… Allí inicia Caroline un tórrido romance con su instructor de informática, Julien (Laurent Lafitte), un mujeriego bastante egoísta. La renovada pasión le hace reencontrarse consigo misma, pero al mismo tiempo le plantea la inquietante posibilidad de destruir todo lo conseguido hasta ahora, incluido a su fiel esposo Philippe (Patrick Chesnais). ¿Qué precio deberá pagar por esos “días felices”?
La falta de originalidad de su trama y su contradictoria perspectiva moral debilitan gravemente este melodrama de la francesa Marion Vernoux (“Love, etc.”), basado en la novela “Une jeune fille aux cheveux blancs”, de Fanny Chesnel. La veterana Fanny Ardant y el resto del reparto se esfuerzan por sacar aliento dramático y emocional a sus personajes. Pero estos nunca superan su condición de arquetipos, y sólo tocan la fibra sensible del espectador en la última secuencia, sostenida por el desaprovechado Patrick Chesnais. En ese momento, Vernoux parece encontrar el punto de vista que necesitaba la historia para remontar. Pero ya es demasiado tarde, pues el resto del metraje se muestra demasiado complaciente y desdramatizador con la crisis de los 60 que sufre la protagonista, mostrada además con cierta crudeza verbal y formal.
Esta película de la brasileña Laís Bodanzky (“Bicho de Sete Cabeças”, “Chega de Saudade”), con guion de su marido Luiz Bolognesi, se inspira en la serie de libros “Mano”, de Gilberto Dimenstein e Heloísa Prieto. Manu (Francisco Miguez) y Pedro (Fiuk) son dos hermanos de 15 y 17 años que van al Colegio Paulista de Sao Paulo. Su vida rutinaria se hace añicos cuando sucede un hecho extraordinario en su familia. El ambiente competitivo e inmisericorde del Colegio no va a contribuir a que estos hermanos encuentren la paz que buscan.
Aparentemente podría tratarse de la enésima película de institutos, sobre adolescentes en crisis ávidos de experiencias sexuales. Sin embargo, es más honesta y más honda que la mayoría de ese tipo de productos. Quizá porque no es norteamericana, sino iberoamericana, y se desarrolla en Sao Paulo en vez de en Los Ángeles, parece más despegada de ciertos tópicos y más verosímil para el público español y latino. En España ganó en 2011 el Primer Premio del VIII Festival Internacional de Cine para la Infancia y la Juventud.
El personaje central, Mano, es un adolescente, aun inocente, que cree en la sinceridad del amor, de la amistad y en la belleza del mundo. Pero la vida le bombardea con una serie de graves decepciones que hacen tambalear su fe en todas esas cosas. El abandono de su padre (José Carlos Machado), la traición de la chica a la que ama (Gabriela Rocha), la indiscreción de sus amigos, y la intolerancia y crueldad generales que le rodean, le obligan a hacer un camino de maduración personal que afortunadamente no le va a hacer caer en las amenazantes redes del cinismo. Su aprendizaje de la guitarra es la metáfora que expresa este recorrido, en busca de su propia voz, de su canción personal, de su estilo genuino.
La película es un caleidoscopio del mundo de muchos de nuestros adolescentes: la dependencia de los dispositivos móviles, el frenético volcado de la vida personal propia y ajena en las redes sociales, la búsqueda compulsiva de récords en conquistas sexuales, el uso indiscriminado de Internet... Sin embargo, la frivolidad con la que los distintos personajes del filme afrontan las relaciones sexuales, choca con la crudeza con la que se plantea la homosexualidad, que afecta al menos a tres personajes. Aunque la película critica sin ambages la homofobia, es muy honesta al mostrar el drama personal y familiar que a menudo conlleva la homosexualidad, y no es nada complaciente con el personaje que abandona esposa e hijos para irse con un joven. Frente a otros títulos recientes de este subgénero, esta película finalmente apuesta por el valor de la familia y el amor de pareja que se antepone al sexo.
La joven Susana (Leire Ucha) trabaja como limpiadora del hogar. Su sufrida labor y diversas complicaciones vitales hacen que la mujer necesite un descanso con urgencia. Por eso, cuando ve que sus jefes se van de viaje y dejan su casa vacía, Susana se muda a vivir allí para disfrutar una temporada de los lujos de los ricos. Pero la situación se va complicando poco a poco, y lo que comienza siendo un juego inocente, acaba teniendo consecuencias dramáticas.
Con este thriller extremado debuta como director el actor vizcaíno Alvar Gordejuela, que ha contado con la ayuda tras la cámara del discutido cineasta madrileño Javier Rebollo (“Lo que sé de Lola”, “La mujer sin piano”, “El muerto y ser feliz”). El trabajo de ambos tiene cierta personalidad visual, pero padece unas interpretaciones muy irregulares, causadas en buena medida por el tono demasiado sórdido y violento del guion, que genera algunas situaciones poco verosímiles y varias secuencias muy desagradables.
El ex boxeador Marcos Wainsberg (Juan Palomino), alias el Inca del Sinaí, vive abrumado desde que mató en el ring a otro púgil. Ya no quiere pelear más, y menos hoy, que espera a su ex novia Ana (Lorena Vega) para reconciliarse con ella. Pero antes llega su primo, Huguito (Sergio Boris), un colgado delincuente al que persiguen los más crueles mafiosos de Buenos Aires.
Tras dirigir el documental “La H” y varios cortos, el bonaerense Nicanor Loreti debuta en el largometraje de ficción con esta desmelenada y violenta película, premiada en el Festival de Mar de Plata. En ella, Loreti imita descaradamente a Quentin Tarantino, de modo que acumula diálogos groseros —supuestamente chispeantes—, morbosas escenas sangrientas y toscos golpes de humor negrísimo. Pero su intento fracasa claramente, pues el guion carece de frescura, la puesta en escena es muy pobre y las interpretaciones resultan manifiestamente mejorables. Todo se queda en una caótica ensalada de sangre sin orden ni concierto… ni gracia.
De 25 años y en paro, Raúl (Juan Blanco) es un aficionado a los efectos digitales que necesita dinero para mantener en una residencia a su padre (Enrique Villén), que perdió la cabeza tras la muerte de su esposa. Un día, Raúl es elegido para protagonizar el original concurso “El Friki de la FNAC”. Tendrá que vivir una semana en el edificio FNAC de la Plaza de Callao, en Madrid, de donde no podrá salir bajo ningún concepto. Su único contacto con el exterior será Internet. Para ganar el premio de 15.000 euros deberá conseguir 100.000 fans para la nueva red social de la tienda. Mientras intenta conquistar a Lucía (Aura Garrido), una de las cajeras, Raúl lucha contra su miedo patológico a los espacios cerrados, acrecentado por el hecho de que, todas las noches a la misma hora, es testigo de misteriosos sucesos al tiempo que escucha fantasmales ruidos de cascabeles.
El cortometrajista argentino afincado en Madrid Lucas Figueroa (“Porque hay cosas que no se olvidan”) debuta en el largometraje con esta especie de comedia de terror, supuestamente destinada al público juvenil, como confirma la canción de créditos, a cargo del popular grupo Auryn. Dejando a un lado su descarada publicidad de la FNAC, el planteamiento del guion era sugerente, y podría haber dado bastante juego. De hecho, la película está bien rodada —es una virguería el espectacular plano-secuencia de llegada a la tienda—, resulta mínimamente entretenida y ofrece algunos sustos y golpes de humor bastante logrados. Sin embargo, el conjunto no levanta el vuelo por la irregularidad de su reparto, pierde fuelle por la pueril ligereza de la trama —a menudo, malhablada y zafia—, y se estrella en su atropellado y confuso desenlace abierto, marcado, además, por una visión grotesca de la religión católica.
En una pequeña ciudad de Inglaterra, cinco adolescentes celebran su graduación en el instituto con un recorrido épico de pub en pub. A pesar de su entusiasmo y tras beber un buen número de cervezas, no consiguen llegar al último pub de la lista: “The World’s End” (“El Fin del Mundo”). Veintitantos años después, “los cinco mosqueteros” se han convertido en maridos, padres y profesionales cuarentones, con la notable excepción de su voluble líder Gary King (Simon Pegg), que sigue dominado por el síndrome de Peter Pan y obsesionado por completar al fin el famoso maratón alcohólico de “La Milla de Oro”. Así que, con diversas artimañas, consigue reunir a los alucinados Andy (Nick Frost), Steven (Paddy Considine), Oliver (Martin Freeman) y Peter (Eddie Marsan). Tras beberse las primeras pintas, se dan cuenta de que algo muy extraño sucede en su ciudad. Algo que quizás tenga que ver, precisamente, con el fin del mundo.
Con “Bienvenidos al fin del mundo”, el director Edgar Wright (“Scott Pilgrim contra el mundo”) y los cómicos Simon Pegg y Nick Frost, todos ellos ingleses, completan la singular trilogía de astracanadas de terror que iniciaron con “Zombies Party (Una noche... de muerte)” y “Arma fatal”. Esta vez ofrecen un cóctel de desmelenado humor negro y ciencia-ficción de serie B, aunque con imaginativos efectos visuales y brillantes peleas a lo bestia. Ciertamente, te echas unas cuantas risas con las demenciales gansadas de los protagonistas, todos ellos en su salsa y sin ningún control en sus histriónicas interpretaciones. También es disfrutable la banda sonora, que incluye numerosos temas musicales de hace veinte años. Sin embargo, la repetición y acumulación de gags acaba cansando, al igual que el tono zafio de muchos diálogos. Además, si ya el desarrollo es esperpéntico, el desenlace resulta demasiado confuso y aparatoso. Eso sí, la película resulta certera como parábola sobre la hipertecnificada y sometida sociedad actual, generadora de clónicos robots sin alma ni libertad, y vacíos por dentro.
A sus 42 años, David Wosniak (Vince Vaughn) sigue viviendo como un eterno adolescente. Trabaja lo justo en una carnicería, hace deporte con su católica familia polaca, debe dinero a unos mafiosos y mantiene una relación complicada con su novia Emma (Cobie Smulders). Ésta le comunica que está embarazada justo cuando David choca de golpe con su pasado. Fruto de sus donaciones de esperma de hace veinte años, descubre que es padre de 533 hijos, de los cuales 142 quieren conocerle. Así que han emprendido una acción legal conjunta para que se revele la identidad de su padre biológico, de quien hasta entonces sólo conocen su pseudónimo.
En “¡Menudo fenómeno!”, el canadiense Ken Scott (“Les doigts croches”) versiona en inglés y para el público estadounidense su divertida comedia “Starbuck” (2011). El alucinante argumento y el tono cómico del filme son muy similares a los de su antecesor en francés, al igual que sus valiosas reflexiones sobre la madurez y el valor de la familia, la maternidad y la paternidad, sólo enturbiadas por unas cuantas salidas de pista y groserías. Sin embargo, Vince Vaughn, aunque logra hacer entrañable al protagonista, no tiene el carisma ni la gracia desbordante del cómico canadiense Patrick Huard. Y, además, esta vez la trama decanta demasiado hacia el sentimentalismo, y se muestra más superficial respecto a los graves dilemas éticos que plantea la fecundación artificial.
En 1940, España sufría una durísima postguerra y Europa estaba en plena Segunda Guerra Mundial. El Servicio de Inteligencia Británico escogió el paso fronterizo de la estación ferroviaria internacional de Canfranc (Huesca) con el fin de recopilar e intercambiar informaciones cruciales para la contienda bélica. De este modo organizó una red de espías formada por vascos, aragoneses y franceses, que informaron acerca de los movimientos de las tropas alemanas y el paso de mercancías que entraban y salían de España, como el oro y objetos artísticos requisados por los nazis. Establecieron así una conexión semanal entre Canfranc, Zaragoza y San Sebastián para llevar los mensajes al consulado inglés de la capital donostiarra que, cada lunes, los remitía por valija diplomática a Madrid. Las informaciones de esa red de espías ayudaron a la derrota de los nazis y a su expulsión de los territorios ocupados. Pero, en 1943, 30 de ellos fueron juzgados y condenados a diversas penas de cárcel por un Tribunal Especial contra el Espionaje, con sede en Madrid.
Estos poco conocidos hechos históricos son recordados con admiración en este interesante documental del cineasta Germán Roda (“Improvisando”, “Pomarón”, “El encamado”) y el periodista y documentalista Ramón J. Campo (“Adiós a la vida de”, “El último paseo”), basado en el ensayo de este último “La estación espía” (2006). De factura convencional, pero fluida y clara, la película entrelaza los testimonios de diversos familiares de los hasta ahora anónimos espías con dramatizaciones levemente animadas y jugosos fragmentos de filmaciones de archivo. Cabe elogiar el tono expositivo y ponderado de la película, que subraya acertadamente las diversas condiciones sociales, tendencias ideológicas y creencias religiosas de los heroicos protagonistas, y los relaciona con otros españoles que llevaron a cabo acciones similares, como el diplomático zaragozano Ángel Sanz Briz, que salvó la vida a unos 5.200 judíos húngaros en 1944, aprovechando su condición de Encargado de Negocios de la Embajada de España en Budapest.
La prestigiosa oceanógrafa Josefina Castellví i Piulachs (Barcelona, 1935), especialista en microbiología marina, fue la primera mujer de la historia en dirigir una base antártica. Concretamente, por nombramiento del Instituto de Ciencias del Mar del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, fue directora de la Base Antártica Española Juan Carlos I, en la isla Livingston, entre 1989 y 1993, poco después de que España fuera aceptada en 1988 como Estado miembro del Tratado Antártico. Tras recibir en 1994 la Medalla de Oro de la Ciudad de Barcelona, y en 2003, la Cruz de Sant Jordi, el 8 de octubre de 2013 Josefina Castellví ganó el Premio de Cultura de la Generalidad de Cataluña.
Muy bien escrito y dirigido por el catalán Albert Solé —hijo del político Jordi Solé Tura y ganador en 2009 de los Premios Goya y Gaudí por “Bucarest, la memoria perdida”—, el documental “Los recuerdos de hielo” rememora las nueve campañas en la Antártida de Josefina Castellví, y relata su reciente vuelta a ese “paraíso perdido”, ya con 79 años. Además de hilvanar muy bien las viejas películas caseras de la protagonista con las bellísimas filmaciones de su reciente retorno a la Antártida, Solé acierta al subrayar su viaje emocional y al mostrar también su conmovedora amistad —le visita todas las semanas— con su maestro, el Doctor Antoni Ballester, postrado en una silla de ruedas desde 1988, tras sufrir un ictus cerebral. Todo ello, envuelto por la espléndida fotografía de Hans Hansen y la preciosa partitura de David Giró.
Queda así un valioso testimonio histórico y humano, que reivindica con vigor el espíritu aventurero, el trabajo científico bien hecho y el espíritu utópico del tratado antártico, permanentemente amenazado por la geopolítica y por los intereses industriales. Además, ofrece una luminosa visión del catolicismo a través de las profundas reflexiones de Josefina Castellví —que se declara poco religiosa— sobre la admirable conjunción de espiritualidad y amor por la Naturaleza que demuestra el genial arquitecto catalán Antoni Gaudí en La Sagrada Familia, su obra maestra, para cuyo altar mayor la ya retirada científica confeccionó con varias amigas un bello mantel de encaje de bolillos.