Críticas de los estrenos de cine del 25 de diciembre

Análisis de los estrenos de cine de esta semana: Jerónimo José Martín y Juan Orellana comentan “La vida secreta de Walter Mitty”, “Ismael”, “El médico”, “Caminando entre dinosaurios”, “La leyenda del samuráis. 47 ronin” y “Nymphomaniac: Parte 1”.

La vida secreta de Walter Mitty

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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En 1947, el artesano Norman Z. McLeod (“Pistoleros de agua dulce”, “Plumas de caballo”, “Si yo tuviera un millón”, “Alicia en el País de las Maravillas”, “El asombro de Brooklyn”, “Camino de Río”, “Rostro pálido”) dirigió “La vida secreta de Walter Mitty”, adaptación del relato de James Thurber, protagonizada por Danny Kaye y Virginia Mayo. Después de que un proyecto de “remake” pasara por numerosas manos, ahora el cómico neoyorquino Ben Stiller (“Bocados de realidad”, “Un loco a domicilio”, “Zoolander”, “Tropic Thunder”) da un giro a su filmografía como actor y director, y produce, dirige y protagoniza una actualización muy libre de esa tragicomedia optimista e imaginativa, con resultados notables.

Ya en la cuarentena, Walter Mitty (Ben Stiller) lleva dieciséis años trabajando eficazmente en la sección de negativos de la sede central de la revista “Life”, en Nueva York. Aunque es buena gente, padece graves problemas para relacionarse, por su carácter gris y apocado, y porque sufre a menudo singulares fugas mentales, durante las que se imagina a sí mismo como un héroe, protagonizando las hazañas más alucinantes. Esto le dificulta manifestar con normalidad sus sentimientos a la atractiva Cheryl Melhoff (Kristen Wiig), que trabaja en el Departamento de Contabilidad. En ésas, el nuevo y agresivo director de la revista, Ted Hendricks (Adam Scott), anuncia a toda la plantilla que el próximo número será el último en papel, pues la revista “Life” pasa a ser exclusivamente on line, con la consiguiente reducción de personal. Y, para la última portada impresa, exige a Mitty una fotografía concreta —el negativo 25—, que el legendario reportero Sean O’Connell (Sean Penn) ha seleccionado personalmente. Pero la foto no parece por ningún sitio. Así que Mitty hace suyo el aguerrido lema de la revista “Life”, se lanza por fin a la aventura, y busca al incomunicado y solitario O’Connell a contrarreloj y por medio mundo: Groenlandia, Islandia, Afganistán, Nepal…

Algunos críticos han reprochado la irregularidad narrativa del guion de Steve Conrad (“En busca de la felicidad”) y su tono demasiado naïf e ingenuo, defectos que explicarían —según ellos— la ausencia de la película en los principales premios de la crítica, en las nominaciones a los Globos de Oro y, previsiblemente, en la carrera hacia los Oscar. Sus arritmias son evidentes, sobre todo en la segunda mitad del filme, en la que se alargan en exceso diversas situaciones poco sustanciales. Sin embargo, muchos consideramos el tono amable e idealista de esta fábula moral como una de sus principales virtudes, sobre todo en lo que tiene de exaltación a lo Frank Capra del amor caballeroso, el trabajo bien hecho y el compromiso solidario frente a la deshumanizadora tiranía materialista del dinero y el poder. Es precisamente ese enfoque del ser humano —a la vez realista y luminoso— lo que hace entrañables a los personajes —todos ellos, interpretados con frescura y convicción, y sin excesos histriónicos—, y lo que eleva muchísimo la intensidad emocional de su lúcido homenaje al viejo periodismo de raza —sin las facilidades de Internet ni las mentiras del Photoshop—, especialmente en el espléndido desenlace.

Por lo demás, la música de Theodore Shapiro, la fotografía de Stuart Dryburgh, el montaje de Greg Hayden, el diseño de producción de Jeff Mann y el vestuario de Sara Edwards están cuidados al detalle, resultan muy sugerentes en sí y refuerzan la ágil y vistosa puesta en escena de Ben Stiller, mucho más cercana —por fuera y por dentro— a la de Robert Zemeckis en “Forrest Gump” que a las anteriores películas del cómico como director. Además, Stiller mantiene el tipo en las espectaculares secuencias de acción, en los surrealistas contrapuntos oníricos y en los pasajes más dramáticos, y se luce en unos cuantos golpes de humor muy divertidos. Queda así un cóctel de géneros con un grato regusto clásico, y que puede gustar a un público muy amplio. Veremos si es así.

Ismael Tchou (Larsson do Amaral) es un niño mulato de diez años. Vive en Madrid con su madre africana, Alika (Ella Kweku), y su nuevo marido, Luis (Juan Diego Botto). Un día, Ismael se fuga solo en AVE a Barcelona para buscar a su padre biológico, Félix Ambrós (Mario Casas), al que no conoce. Su única pista es una dirección de un apartamento en la ciudad condal, escrita en el remite de una carta dirigida a su madre. Pero en esa casa vive sólo su abuela, Nora (Belén Rueda), que ni siquiera conocía la existencia del niño.

El famoso director bonaerense Marcelo Piñeyro (“Cenizas del Paraíso”, “Kamchatka”, “El método”) ha rodado en España “Ismael”, una historia que vuelve a uno de los temas estrella del cine contemporáneo: la búsqueda del padre. La película entra de lleno en el drama de las familias heridas, del miedo a la paternidad y de la necesidad de saber a quién pertenece cada uno. Todo gira en torno a la mirada de Ismael, una mirada exigente y limpia, y que encarna un actor infantil, Larsson do Amaral, que se come la pantalla. El conjunto no es redondo, pero sí interesante, y resulta algo irregular, ya que a tramas hondas como la de la relación padre-hijo, añade otras muy tópicas y banales, como la del affaire entre Nora y Jordi (Sergi López). La cinta quiere profundizar en la responsabilidad de las relaciones en una sociedad llena de “peterpanes” que quieren jugar con la vida. Todos los personajes tienen goteras, heridas y miedos, pero Ismael irrumpe como un terremoto que va a obligar a propios y ajenos a reubicarse frente a sus propias vidas.

Inglaterra, siglo XI. Rob J. Cole (Adam Thomas Wright) es un chaval de nueve años, huérfano de padre, que malvive con su madre y sus dos hermanos pequeños. Cuando muere su madre por “el mal de vientre”, los hermanos de Rob son acogidos por una familia, y él acaba como aprendiz de El Barbero (Stellan Skarsgård), un curandero ambulante, al que algunos clérigos acusan de practicar la brujería. Años después, Rob J. Cole (Tom Payne) se ha convertido en un prestigioso barbero, capaz de curar las enfermedades más variadas, gracias en parte a su singular don de premonición, que le permite anticipar la muerte inminente de un paciente con solo tocarlo. Ansioso de ampliar sus conocimientos científicos, Rob se hace pasar por judío, y viaja primero a Egipto —donde es acogido por Bar Kappara (Stanley Townsend) y su bella prometida Rebecca (Emma Rigby)— y finalmente a Ispahán (Persia). Allí entra en la mítica escuela de Medicina de Ibn Sina (Ben Kingsley), un sabio enciclopédico, protegido por el liberal Shah Ala ad-Daula (Olivier Martinez), pero acusado de hereje por los fundamentalistas islámicos, que negocian una alianza con los invasores seléucidas.

Estrenada también como miniserie televisiva —dos episodios de 90 minutos cada uno—, esta ambiciosa superproducción alemana adapta el famoso best seller del estadounidense Noah Gordon, publicado en 1986 y del que se han vendido 21 millones de ejemplares en todo el mundo. La película goza de una factura impresionante, en la que destacan la vigorosa fotografía de Hagen Bogdanski, la abigarrada ambientación hiperrealista de Udo Kramer y el colorista vestuario de Thomas Oláh. También tiene fuerza la banda sonora épico-romántica de Ingo Ludwig Frenzel, aunque a ratos resulta un poco enfática. Más irregulares resultan las interpretaciones: matizadas las de Tom Payne y Ben Kingsley; demasiado histriónicas las de Stellan Skarsgård y Olivier Martinez, y muy fría la de Emma Rigby. También le falta un poco de intensidad emocional a la puesta es escena del joven cineasta muniqués Philipp Stölzl (“Baby”, “Nordwand”, “Goethe!”, “El último testigo”), fluida y vistosa, pero excesivamente académica en su conjunto y torpemente explícita en su tratamiento de las escenas sexuales y violentas —sobre todo en su primera mitad—, lo que limita el público potencial del filme.

En cualquier caso, el meritorio guion del berlinés Jan Berger (“Kebab Connection”, “Somos la noche”) sintetiza hábilmente las 800 páginas de la novela de Gordon, y trata con cierta ponderación los complejos temas que afronta, sobre todo en lo referente al innato compromiso social de los médicos, a veces heroico. En este sentido, sus reflexiones en torno a los conflictos entre ciencia y fe no decantan hacia una exaltación radical del ateísmo, sino que se limitan a criticar el fundamentalismo —tanto cristiano como musulmán— y a elogiar la sincera religiosidad —más bien sincretista— del propio protagonista y de otros personajes. “Mi libro —ha señalado recientemente Noah Gordon, ya de 87 años— no trata de fanatismo religioso o de la religión en sí, sino de la lucha por el control de las organizaciones religiosas cuando ponen en práctica sus creencias”. De todas formas, en el libro y en la película se aprecia un cierto desequilibrio entre su visión excesivamente positiva del zoroastrismo y el judaísmo —Noah Gordon es de origen hebreo—, y su retrato siniestro y un tanto tópico del cristianismo. Una perspectiva parcial, demasiado complaciente con el relativismo moral —sobre todo, respecto al sexo y al suicidio—, y que olvida la ingente labor científica y artística de la Iglesia católica ya en aquellos años, que decantaría un siglo después en la creación de las primeras universidades.

Coproducida por la BBC Earth y la BBC Worldwide, esta película familiar se basa en la popular miniserie televisiva del mismo título. La han dirigido —con buen pulso y sugerente planificación— el documentalista británico Neil Nightingale (“Enchanted Kingdom”) y el animador estadounidense Barry Cook, realizador de los premiados cortos “Off His Rockers”, “Roger Rabbit en Lío en el Bosque” y “Mi último día”, y codirector de los estupendos largometrajes “Mulan” y “Arthur Christmas: Operación Regalo”. El resultado es formalmente vigoroso, pero argumentalmente tópico.

Patchi es un dinosaurio cariñoso e inteligente, pero débil y torpe, que sobrevive con su familia en la Alaska prehistórica. Pocos confían en él, pero Patchi tiene un espíritu fuerte y un gran corazón, que se desvelarán durante la larga migración anual de su manada en busca de comida. Entonces, con la ayuda de su amigo el nervioso pájaro Alex, liderará a los suyos en diversas situaciones peligrosas, mientras se disputa el amor de la bella Juniper con su violento hermano Scowler.

Lo mejor de “Caminando entre dinosaurios” es su sensacional integración, en bellísimos paisajes reales, de impresionantes animaciones en 3D, realizadas con la misma tecnología que empleó James Cameron en “Avatar”. Y lo peor, el infantil y convencional guion de John Collee y Theodore Thomas, que aúna sin demasiada chispa elementos de las sagas “En busca del Valle Encantado” y “Ice Age”, y de películas como “Dinosaurio”. De todas formas, resulta entretenida y divertida, gustará a los más pequeños y su factura impactará a los adultos, sobre todo si la ven en 3D esterescópico.

Japón, siglo XVIII. Kai (Keanu Reeves) es un mestizo con poderes para detectar criaturas diabólicas y para luchar contra ellas. Acogido como sirviente por el clan del Sr. Asano (Min Tanaka), la hija de éste, Mika (Kou Shibasaki), se enamora en secreto de él. De todas formas, Kai es despreciado por los samuráis del clan, que lidera Oishi (Hiroyuki Sanada), un guerrero valiente y leal. Pero las dotes mágicas y las cualidades humanas de Kai se irán mostrando poco a poco, sobre todo después de que el jefe del clan rival, el Sr. Kira (Tadanobu Asano), se alíe con una codiciosa Bruja (Rinko Kikuchi), capaz de transformarse en los animales más espeluznantes. Su complot logra la caída del Sr. Asano, la degradación de sus 47 guerreros en ronin —samuráis sin amo— y la venta de Kai como esclavo. Pero, al cabo de un año, Oishi escapa de su cautiverio y reúne a todos los ronin y a Kai para vengar a su señor.

Gracias a sus impactantes efectos visuales —también en 3D estereoscópico—, su vistosa ambientación —entre realista y fantástica— y sus vibrantes peleas —bastante bien coreografiadas—, se deja ver esta versión fílmica de una popular leyenda japonesa, dirigida con agilidad por el debutante Carl Rinsch, e interpretada con suficiente convicción por un reparto especializado en cine de artes marciales. Su problema es que se queda corta en la definición de personajes, en la intensidad emocional de su trama guerrera y de su trama romántica —no siempre bien entrelazadas—, e incluso de sus pasajes fantásticos, que resultan demasiado escuetos. Además, Kai va perdiendo protagonismo a lo largo del metraje, en beneficio de Oishi, lo que deja a Keanu Reeves demasiado en segundo plano, con el consiguiente desconcierto del espectador. Por todo ello, “La leyenda del samurái. 47 ronin” aporta al género mucho menos de lo que pretendía y de lo que cabría esperar después de ver su espectacular tráiler.

Una gélida noche invernal, el viejo solterón Seligman (Stellan Skarsgård) encuentra en un callejón a Joe (Charlotte Gainsbourg), una mujer herida y casi inconsciente, de unos cincuenta años. Tras llevarla a su piso y cuidarla, Seligman escucha atentamente el relato en ocho capítulos que Joe hace de su propia vida, una existencia plagada de turbias relaciones, que la han llevado a convertirse en una adicta al sexo, en una ninfómana, como ella misma se auto-diagnostica.

Resulta poco delicado, por parte de su distribuidora, estrenar el día de Navidad una película con semejante argumento y, además, no mostrarla antes a la prensa especializada. Se trata de la primera parte del nuevo filme del singular, excesivo y siempre polémico cineasta danés Lars von Trier, autor de grandes películas —como “Europa”, “Rompiendo las olas”, “Bailar en la oscuridad” o “Dogville”—, de obras estimables pero discutibles —como “Manderlay”, “El jefe de todo esto” o “Melancolía”— y de algún que otro bodrio ofensivo, como “Los idiotas” o “Anticristo”.

Por su tráiler y sus fragmentos de escenas, “Nymphomaniac: Parte 1” —centrada en la infancia y adolescencia de la protagonista— parece pertenecer a esta última categoría, al menos en lo referente a la crudeza casi pornográfica (y sin casi) de algunas de sus imágenes, por la sordidez de los conflictos dramáticos que plantea y por el tono críptico y aparentemente pedante de sus diálogos. Tras verla, por esta línea han ido algunos críticos, que la califican como otro fruto amargo del carácter depresivo de Von Trier —reconocido por él mismo— o como un bobo intento de hacer “un porno 2.0 con diálogos (inanes) previos y cama en dos minutos”. Por el contrario, otros han elogiado su “heterogénea mezcla de conversación y sexo”, o su “mirada seria y bienintencionada a la auto-liberación sexual, repleta de referencias al arte, la música, la religión y la literatura”. A mí, desde luego, no me apetece nada verla, y menos en estas fechas. Lo peor es que su continuación se estrena el 24 de enero. ¿Nos la enseñarán antes a los críticos de cine?