Foto de una larga cola de mujeres en La India, mujeres que esperan para depositar sus papeletas en la urna. El colegio electoral tiene pintadas las paredes de un amarillo limón que sirve para realzar los saris de las mujeres. Ninguna va igual que la otra. La primera, bajita, lleva un vestido como el estampado de una mesa camilla en un casa de luto. Esta primera mujer siempre pensó que la felicidad consistía en tener un par de vacas sagradas. La segunda, grandona y alta deja ver una cara que no oculta el hartazgo por esperar tanto. Esta otra viste de un verde botella salpicado con pequeños lunares blancos y fantasea con convertirse en una odalisca. La tercera, que se esconde bajo un rojo cereza madura, cifra su dicha en tener muchos nietos. La cuarta, de verde pino y rojo sangre, sueña con una prosperidad en la que haya televisores y una buen microondas. La quinta, de morado cofradía y naranja hindú, dibuja en su imaginación baños con leche de burra. La sexta, de azul purísima y negro carbón, lleva el carnet de identidad en la mano y señala la fecha de nacimiento porque le da contento ser todavía joven. La quinta, de malva lavanda y pañuelo de fantasía, está entrada en carnes y adelanta un pie como si fuera a colarse. Para esta la alegría llegaría a su vida si comiera sin engordar. La sexta -solo vamos por la mitad de la cola- A la sexta, muy joven, solo se le van las manos y en la derecha lleva una sortija enorme, de filigrana. Y esta se consideraría muy afortunada si tuviera un marido médico y ella misma pudiera ser doctora y hablar francés e irse de vacaciones a Vietnam. Y después más colores, más estampados y un infinito modo de declinar la ventura. Y estamos solo al principio, nos faltan 4.000 millones de mujeres y luego los hombres.