Hoy celebramos el quinto aniversario de la elección del Papa llegado “del fin del mundo”, sin que haya desmayado su fuerza cautivadora de los corazones, tanto de los cristianos como de muchos que se han alejado de la fe. A sus 81 años, el Papa Francisco no ha llegado a la cátedra de Pedro para un tiempo breve, como él mismo pensaba al aceptar su elección, con la sensación que pesaba sobre todo el colegio cardenalicio ante la renuncia de Benedicto XI. Cinco años son un tiempo razonable para contemplar un pontificado que va marcar profundamente el camino de la Iglesia.

El Papa sigue firme en su programa de salida a las periferias, su incansable predicación de la misericordia de Dios, su acogida a los pobres e inmigrantes, y sobre todo, su petición de que la Iglesia sea como un hospital de campaña donde curar las heridas y la desesperanza de los hombres y mujeres de esta época. Todo ello con una fuerza que va más allá de las controversias y de la oposición de quienes se han escandalizado prematuramente por su audacia en la formulación de las consecuencias de la Doctrina social de la Iglesia.

La gran reforma que impulsa Francisco consiste en la conversión: conversión de los corazones cautivados por la alegría del encuentro con Cristo, y conversión de todas las instituciones eclesiales para que se pongan al servicio de la misión. La misma tarea de sus predecesores, llevada a cabo con su genialidad alimentada por él carisma jesuita y por la tradición del catolicismo popular latinoamericano.